Contra las palabras
La mentira ya no escandaliza, sino que se consume como contenido y a mayor volumen del grito mayor número de ‘likes’ y vistas. Por supuesto, todo en detrimento del lenguaje

Recuerdo con emoción las jornadas electorales en mi niñez. Acompañar a mi padre al puesto de votación y meter el dedo índice en el frasco de tinta indeleble color vino tinto intenso era una aventura que me maravillaba. Por la noche yo me quedaba dormido mientras en la radio se difundían los distintos boletines con los resultados. Mi padre llevaba las cuentas en cuadernos. Ya en la madrugada se conocían los resultados y al día siguiente llegaba al colegio con mi dedo marcado de tinta democrática.
Las primeras elecciones de las que tengo conciencia fueron las de 1982. Yo tenía ocho años y los ojos llenos de curiosidad. Vi a los candidatos en el primer televisor a color que llegó a mi casa con motivo del mundial de fútbol en España con Naranjito como mascota. Los candidatos eran Alfonso López Michelsen del Partido Liberal, Belisario Betancur, del Partido Conservador, Luis Carlos Galán, del Nuevo Liberalismo, y Gerardo Molina, de un movimiento de izquierda unida llamado FIRMES. Ese año ganó Belisario bajo el eslogan “Sí se puede” y un puño con flores que recordaba el logo del PSOE español.
A partir de ese momento siempre me interesé por las elecciones en mi país y por la información que circulaba alrededor de ellas en los distintos medios. Era una época en la que, por ejemplo, los noticieros de televisión tenían una clara posición editorial y, por supuesto, política. Cada casa o familia política tenía un noticiero desde donde se proponían líneas de discusión y de debate claras: TV Hoy era de la familia Pastrana, 24 Horas del líder Álvaro Gómez, Criptón de la familia Turbay y AMPM del desmovilizado grupo M-19 convertido en 1990 en partido político entre otros. De igual forma los grandes diarios pertenecían a familias (El Tiempo era de la familia Santos, El Espectador de la familia Cano, El Siglo de la familia Gómez solo para mencionar algunos de la capital) y desde las revistas, también con clara posición editorial, se generaban debates desde el respeto por el lenguaje y destacando géneros tan escasos hoy como la crónica, el reportaje y las entrevistas profundas. Eran los días de Semana, Consigna, Nueva Frontera, Alternativa y Cromos entre otras.
De igual forma eran los tiempos en los que las democracias se sostenían, con todas sus imperfecciones y contradicciones, sobre un pacto mínimo de confianza en la palabra pública y los medios de comunicación. Pero, como nos recordaría Bob Dylan, “The Times They Are A-Changin”. Los tiempos están cambiando, es cierto y la audiencias son otras y los canales de comunicación e información son distintos. Pero aquel pacto de confianza se ha roto en mil pedazos hace rato. Ahora las audiencias se agrupan en burbujas que definen las redes sociales y los algoritmos desde las emociones y a partir de la rabia, la frustración y el insulto se plantea la conversación pública de hoy. Cambió el periodismo y los canales de información y con ellos cambió también la forma de la democracia.
Hoy la atención de esas audiencias se mueve a través de miles de mensajes simultáneos. Así la información y su influencia en la democracia pasó a las pantallas personales, los grupos cerrados, las cadenas cifradas y las audiencias segmentadas donde la política se define a través de memes, tendencias prefabricadas y confrontaciones digitales que mueven más los afectos y las rabias que los argumentos. Entonces se habla de “bodegas” donde se combina con precisión quirúrgica lo humano y lo digital para generar tendencias, tránsito y propaganda. Y eso, tal cual se ha ha demostrado, se ha convertido en una brújula de los sistemas democráticos hoy como se demostró, por ejemplo, en las elecciones del Brexit, el Plebiscito por la Paz y las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016.
Pero el problema es mucho más cultural que tecnológico. Las redes sociales, creadas para construir comunidad desde el afecto y los reencuentros, cambiaron la forma de informarnos y transformaron la manera de construir realidades. Así, el conflicto, el insulto y la provocación se convirtieron en estrategias de visibilidad y en el nuevo estilo de conversación pública. Ahí perdemos todos y pierden el lenguaje y las palabras.
En este escenario emergen los llamados influencers youtubers o instagramers como actores centrales del nuevo poder simbólico. La velocidad, el poco análisis y el vértigo contemporáneo engancha de manera más directa a los espectadores y electores. Con algunas excepciones, muchos de ellos no son ni periodistas, ni analistas, ni políticos sino actores empíricos que hacen, como lo piden los ratings de popularidad y sintonía, el performance de la actualidad y hacen parte del coro polarizado que acumulan atención desde el grito, el agravio y la injuria. Y desde esos lugares modelan opinión, movilizan audiencias y hacen de la propaganda narrativas que trasgreden, muchas veces, los límites éticos. Y todo eso se mueve en una especie de subsuelo y tierra de nadie donde no hay reglas ni controles.
Por supuesto que las redes y los influencers y bodegueros nos son los responsables de males que vienen de atrás como el descontento y la desconfianza de la ciudadanía frente a las instituciones, las brechas sociales, la rabia frente a las élites políticas y el cansancio frente a los viejos medios tradicionales de información. Las audiencias están castigando todo eso, pero en cambio legitiman ese subsuelo donde conviven los nuevos voceros con comodidad alimentando la desconfianza y los discursos demagógicos. Es allí donde hoy en día la información se deforma y se amplifican las noticias falsas y las narrativas de odio. La mentira ya no escandaliza, sino que se consume como contenido y a mayor volumen del grito mayor número de likes y vistas. Y, por supuesto, todo en detrimento del lenguaje, de las palabras que seguimos teniendo como símbolo de que hacemos parte de la comunidad humana.
Todo lo anterior me lleva a pensar ¿cuál será el camino para reconstruir una ética y una crítica ciudadana? ¿Cómo habitar las redes sociales con conciencia crítica? Y, como todo, creo que estos asuntos deben pasar por la educación, por la formación de lectores y ciudadanos con criterio donde desde la educación digital se enseñe a las futuras generaciones a distinguir entre información y el panfleto, entre datos y opiniones y entre el disenso y el odio porque desde este momento ya nos queda claro que no somos solo consumidores de contenidos sino coautores de las narrativas del presente que se alimentan de nuestras conversaciones en redes y con la Inteligencia Artificial.
No se trata de que todo tiempo pasado fue mejor, pero si vale la pena aprender de aquellas formas imperfectas de la democracia donde un debate, como se puede apreciar en YouTube entre Álvaro Gómez y Luis Carlos Galán en 1986, era una lección de argumentación y respeto. La brújula de la democracia no se puede reducir a miles de clics que muchas veces ponemos de manera impulsiva desde la taza del baño. Es con el lenguaje y con esas palabras y no contra ellas que debe operar la democracia. La modas pasan, pero el lenguaje queda herido. Debemos restituirle su verdadero valor en la argumentación y la conversación pública porque esas palabras no nacieron para incendiarlo todo sino para ayudarnos a habitar juntos, entre disensos y consensos, el mismo mundo. Al menos eso recuerda el niño de la tinta indeleble en su dedo.
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