Paradojas
30 años de gobiernos vieron indolentes cómo la Sabana de Bogotá, en vez de un ecosistema de interés nacional, se convirtió en un negocio rentístico
El domingo anterior Juan Carlos Echeverry escribió una columna dedicada a mi labor como ministra de Ambiente y las decisiones tomadas en algunos de los temas ambientales más complejos que hemos enfrentado en este período de Gobierno. Con el fin de dar más contexto al lector y mostrar la otra cara de la moneda, me permito abordar algunos de los temas tratados.
El primer tema consiste en una supuesta privatización de las decisiones ambientales, y he aquí la primera paradoja. Habría que preguntarse a qué interés privado favorece las decisiones ambientales tomadas. Por una parte, los lineamientos ambientales de la Sabana buscan precisamente defender el derecho colectivo a un ambiente sano definido en la Constitución política. Por primera vez, después de 30 años de omisión, un Gobierno decide reglamentar el artículo 61 de la ley 99 de 1993 que declaró la “Sabana de Bogotá, sus bosques, valles, cerros circundantes como ecosistema de interés nacional”, y además obligó a los municipios y al Distrito a tomar en cuenta esta vocación e incluir las determinaciones del Ministerio de Ambiente en el momento de establecer los usos del suelo por parte de las entidades territoriales.
Por el contrario, 30 años de gobiernos nacionales, de los cuales hizo parte el autor de la columna, vieron indolentes cómo la Sabana de Bogotá en vez de un ecosistema de interés nacional, cuya vocación es la agropecuaria y forestal, se convirtió en un negocio rentístico, a través del volteo de tierras, la especulación inmobiliaria y la destrucción sistemática del paisaje y el suelo, con una expansión inmobiliaria desaforada y corrupta, que generó rentas billonarias a unos pocos a costa de la salud ambiental de todos, ese si un gran negocio privatizador. Hoy 75% de la Sabana de Bogotá tiene integridad ecológica baja y muy baja, ocho de nueve cuencas hidrográficas tienen alta vulnerabilidad al desabastecimiento, y se han perdido los suelos categoría 1, que, de haber sido utilizados para la agricultura, podrían haber generado uno de los encadenamientos productivos agroalimentarios más potentes del país.
Repite el columnista los mismos argumentos del alcalde mayor de Bogotá, el gremio de los constructores, los concejales y representantes de la oposición, que el efecto de los lineamientos ambientales de la Sabana es detener una lista de obras. Eso es falso, porque ninguna norma puede afectar pre-existencias. Es una interpretación malintencionada de los alcances de los lineamientos con el fin de desacreditar la decisión. No es casualidad que salieran al unísono con los mismos argumentos falaces, y a culpar a los lineamientos ambientales y al Gobierno nacional de lo divino y lo humano, incluyendo el infernal trancón que ha generado el plan de obras diseñado por el alcalde Enrique Peñalosa, implementado hasta endeudar al tope a la ciudad por la alcaldesa Claudia López, en plena crisis social de la pandemia, y ahora defendidas y administradas por el alcalde Carlos Fernando Galán, incluyendo un metro que está destruyendo urbanísticamente el centro de Bogotá. Como concejal de la ciudad entre los años 2020 y 2022 di el debate con claridad. ¿Cuánto le costaría al PIB de Bogotá durante una década poner toda la ciudad en obra al tiempo para terminar con un sistema de transporte insuficiente, costoso y que se quedará pequeño el día que se inaugure? Otra paradoja de los que definieron en la práctica un modelo insostenible de ciudad.
Examinemos la tercera paradoja, el debate planteado por la derecha libertaria de una descentralización autónoma para la libre empresa como paradigma máximo de la libertad individual. Dice el columnista la semana pasada que “el extremo absurdo de las decisiones ambientales” llevará a que se empodere dicho modelo descentralizador en el que cada región debería generar su propio desarrollo sin interferencia del centro. ¿Es esta visión en beneficio del interés público y la muy merecida autonomía territorial? O es por el contrario la defensa de industrias que precisamente fueron impuestas desde el centro por los gobiernos afectos al columnista.
¿Fue el fracking una visión regional que contó con el acuerdo social y territorial democrático en las regiones donde quiso ser impuesto? ¿Fue el carbón en La Guajira y el Cesar, que ya desaparecieron 21 fuentes de agua y han ocupado un territorio más grande que la zona urbana de Bogotá una decisión con acuerdo regional, respetando la autonomía de los territorios, municipios y la comunidad indígena Wayuu a decidir su modelo de desarrollo, como lo expresa la Constitución política? ¿Es una imposición del centro la defensa del ambiente sano como derecho colectivo, pero no lo es los megaproyectos mineros que quisieron arrasar medio país con una titulación extensiva e inconsulta, impulsada por los gobiernos de los últimos 30 años?
Finalmente reflexionemos sobre la decisión de la licencia en aguas profundas. Lo primero que hay que decir es que la licencia fue aprobada, pero se estimó, por ser un proyecto de frontera tecnológica, con una columna de agua de cuatro kilómetros y con un ecosistema poco conocido en donde no se ha realizado este tipo de explotación previamente, la necesidad de profundizar la línea base ambiental a medida que avanzara la exploración. No generando un nuevo trámite ambiental, como parece sugerir el columnista, si no generando una aprobación previa de la ANLA al plan específico por pozo, que de todas formas el concesionario debe hacer. La única diferencia es que la ANLA lo revisa y aprueba.
Hasta ahí la decisión de la licencia, pero si se quiere ampliar el debate, es bastante incierto que se ponga dicha exploración como la salida a 18 millones de hogares para gas natural, con una explotación a 144 kilómetros de la costa, que tomará nueve años de exploración para definir si la explotación es económicamente rentable, en plena era del cambio climático y en donde en gracia de discusión ya Colombia tiene reservas probadas offshore más cercanas a la costa y con menores riesgos.
La paradoja final: el neoliberalismo privatizador de lo público, lleno de conflictos de interés, acusando la defensa del bien común ambiental como una empresa privatizadora.
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