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Tribuna
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Eso que llamamos identidad

Al tratar de afirmarnos en una identidad, corremos el riesgo de llenarnos de etiquetas y desconocer nuestra multiplicidad

ILUSTRACIÓN - IDENTIDAD - STOCK
francescoch (Getty Images)

Sentirnos incompletos, como constituidos por pequeñas piezas que se buscan y no terminan de integrarse. Sentirnos confundidos y en estado de indefensión ante nuestras propias contradicciones e incoherencias. Con la claridad que tenemos un día sobre nuestros gustos e intereses, para vernos luego haciendo y viviendo en el espectro contrario. Somos tantos a la vez, una multitud expectante deseosa de expresarse y, al mismo tiempo, nos habita una necesidad imperativa de afirmarnos en una declaración contundente que algún día pronuncie sin dudas: “yo soy”.

Meditemos sobre esa búsqueda identitaria que se despierta desde muy temprano en nuestra vida, a propósito de preguntas sobre las que volvemos permanentemente: ¿Quién soy? ¿Cuáles son mis intereses? ¿Cuáles son mis cualidades y defectos? ¿Para dónde voy? Y detrás de ellas hay un interés ingenuo por definirnos, una expectativa íntima y también social de poder explicarnos a los demás. Encontrar en las palabras una suerte de fórmulas para descifrarnos y para describir a los otros.

Un acto lleno de filosofía, por el cual abrimos la puerta a la conquista de nuestro ser, y que tratamos insistentemente de simplificar mediante pruebas sicológicas, mediciones y ejercicios determinísticos, con la idea de instalarnos en algún cuadrante de una matriz, como si a la humanidad, a la de cada uno, le quedara una talla en particular.

Desde que estamos muy jóvenes -de eso se trata un poco aquello de lo que adolecemos-, empezamos a buscar identificarnos con algo, necesitamos referentes, ejemplos para acercarnos a quiénes somos o a quiénes queremos ser. A su vez, en cada espacio social (la casa, la escuela, los amigos…), se nos trata de encasillar en una categoría, en una explicación que nos disminuya la incertidumbre ante la cuestión de la identidad. Buscamos explicarnos en un oficio, un eneagrana, una personalidad o, simplemente, en una suma de cualidades y defectos, gustos y preferencias. Cuando menos pensamos, tenemos tantas caracterizaciones sobre nuestro ser, que la mayor dificultad está en desconstruir todo el sistema de creencias que hemos desarrollado sobre nosotros mismos. Por eso tal vez sea necesario meditar sobre la pregunta filosófica esencial sobre ¿quién soy? Y tratar de develar los misterios de nuestra existencia, acudiendo a nuestra realidad cotidiana que es sencilla y compleja a la vez, tan inasible e incomprensible, y tan llena de matices. Una realidad que es expansiva y creadora, como la refiere Camus, un parto largo.

Recientemente, en un encuentro con un interesante grupo de líderes de valor público, conversamos sobre el cuidado de sí mismo para cultivar un buen ejercicio del poder. Allí, una participante -profesora de un colegio y líder comunitaria-, me preguntaba sobre cómo reconocer nuestras luces y sombras para poder generar conciencia sobre ellas. A esa pregunta, para la que no tengo una única ni definitiva respuesta, alcancé a proponer la idea de pensarnos como un compendio de expresiones que no son ni cualidades o defectos por sí mismos, sino que son manifestaciones de nuestro ser complejo, un espectro de posibilidades que se mueven entre la luz y la sombra. Así es como un mismo carácter personal puede ser magia creadora y también posible fuente de destrucción. Para ilustrarlo, puse el ejemplo de la coherencia, que ha sido un asunto, en mi caso, con el que lucho todos los días: en sus luces genera transparencia y confianza, pero en su oscuridad me llena de tosudez, haciéndome presa de esa frase tan manida de “por donde meto la cabeza, la saco”. Ese reduccionismo genera limitación e impide flexibilidad para mirar el mundo. Al tratar de afirmarnos en una identidad, corremos el riesgo de llenarnos de etiquetas y desconocer nuestra multiplicidad. Ya lo dice Whitman: “¿Que me contradigo? Muy bien, me contradigo. (Soy amplio, contengo multitudes).”

Tal vez, ante esa bella complejidad que somos, una vida examinada como la que proponía Sócrates es la que nos permite reflexionar sobre cómo vivimos, y puede ser la mejor forma para acercarnos a conocernos en lo más profundo de nuestro actuar, sin etiquetas, solo viviendo en la presencia, y no en la ansiedad de lo que seré o debería ser, ni en la culpa de lo que no fui. Vivir, sencillamente, en correspondencia con la multiplicidad de aprendizajes y manifestaciones que se expresan en nuestra historia, y que nos permiten ser en el presente. Tal vez eso sea vivir en estado de gracia, una vida que nos guarde de la ansiedad y el malestar, abrazando el momento presente, cobijado por la belleza y la celebración, también por el dolor y la ausencia. Lo que los griegos denominaban estar en equilibrio con los Dioses.

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