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Educación
Columna
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La misión de la Universidad

La transformación de la educación no se sitúa en si se educa para el florecimiento humano o para el trabajo, porque ambas cosas son verdad, nos educamos para ser en todas nuestras dimensiones

Universidades de Colombia
Un grupo de estudiantes conversa en un edificio de la Universidad de los Andes, en Bogotá.Jeff Greenberg (Getty Images)

La educación es una creación inspirada en la necesidad constante de desarrollar la capacidad humana del aprendizaje, una capacidad que nos hace seres con memoria, con facultades mentales y emocionales para vivir el presente y construir el futuro. Esta creación se ha convertido en una de las tecnologías humanas de mayor relevancia y, también debe decirse, de las más difíciles de evolucionar porque se asienta con mucha fuerza en el pensamiento de cada época. Hay aquí una gran paradoja: es la educación la que permite que ideemos el futuro, pero, a la vez, cuando hemos creado ese futuro nos cuesta repensarla a ella -la educación- en sí misma.

Propongo que meditemos sobre la educación, en particular, en este caso, desde la perspectiva de la Universidad, ese lugar que por siglos ha sido la casa de la reflexión y la tensión creativa, el escenario que da lugar a la pregunta y a la búsqueda de la verdad, el desarrollo de la ciencia y el cultivo de la humanidad. ¿Ha llegado el final de la Universidad tal como la conocemos? ¿Ha perdido su misión y propósito universal? En un tiempo en el que la polarización, la posverdad y las ideologías le tienden trampas al entendimiento, estas preguntas sugieren que hay que defender, más que nunca, el poder de la crítica y la multiplicidad de pensamientos que es una Universidad.

La etimología siempre es útil para recordarnos el sentido y la esencia: la palabra Universidad se deriva de universitas, utilizada para referirse a totalidad, reunido con un todo (universum), que se usaba para referirse a una comunidad. En el siglo XI se incorpora el concepto para nombrar la universitas magistrorum et scholarium, que era una comunidad de maestros y alumnos reunidos para aprender de manera compartida. Posteriormente se usó para universitas litterarum, refiriéndose a instituciones que integraban todos los saberes. Es así como estas instituciones nacieron para referirse al interés legítimo del aprendizaje y del descubrimiento de los múltiples saberes.

Quisiera pensar que este concepto continúa vigente, que aún queremos reunirnos para aprender y para reflexionar sobre el mundo, así como en la vieja Universidad de Jena se reunieron las principales mentes de la Alemania de su tiempo para conversar, discutir y entregarle a la humanidad el movimiento de los románticos, que tanto nos ha iluminado. Muchas universidades alrededor del mundo, en diversos momentos de la historia, han sido fuente de transformación, ese impulso que lo ha revolucionado todo.

Como es obvio, en cada tiempo esa comunidad de saberes conversa sobre asuntos diferentes o así debería ser. La pregunta sería entonces: ¿Sobre qué debe conversar y crear la Universidad para el siglo XXI? ¿Aún hay inquietos, deseosos de aprender, de descubrir? ¿Aún hay ingenuos románticos que quieren enseñar? La respuesta la encontramos todos los días en miles de aulas del mundo, en bibliotecas, en centros culturales, en laboratorios… todos lugares que son parte de campus universitarios, diseñados para la creación y el encuentro. Allí sigue habitando la confianza en el poder del aprendizaje, en el mundo sorprendente de la física, en el lenguaje lógico de las matemáticas, en el veloz desarrollo de la tecnología; nos sigue convocando el cultivo del liderazgo y la innovación; y la cada vez más difícil tarea de comunicarnos en ese lenguaje complejo que es el humano. Allí aprendemos disciplinas, pero, sobre todo, nos preparamos para desarrollar competencias, resolver problemas y transferir conocimiento.

El final de la Universidad sería el final de la reunión alrededor del saber, sería pensar que se nos acabó la necesidad de descubrir y aprender; sería olvidar que no hay una ciudad o un país que no se haya desarrollado alrededor de sus universidades, esos lugares mágicos desde los que se potencializan las capacidades de un territorio y el talento de las personas que lo habitan.

Con frecuencia, las polaridades entorpecen el pensamiento porque nos conducen a simplificar. Lo observo cada tanto cuando se habla de reformas a la educación a partir de preguntas equivocadas, lo que nos conduce a respuestas limitadas. La transformación de la educación no se sitúa en si se educa para el florecimiento humano o para el trabajo, porque ambas cosas son verdad, nos educamos para ser en todas nuestras dimensiones. Transformar las universidades es permitirles que produzcan en su dinámica creadora, sin estandarizarlas.

La Universidad es esa invención de la humanidad en la que la conversación se eleva para permitir la deliberación, la contradicción y, también, la ruptura de lo que ha sido y la pregunta por lo que vendrá, para contagiarnos, entre todos, de las delicias de aprender. Nos equivocamos si creemos que la que llamamos educación superior, por su valor de altura, dejará de ser vital en la sociedad para ser reemplazada por una educación solo virtual y más rápida; y no porque esta última no sea cada vez más común, pues, como lo exige cada época, viviremos lo rápido y accesible, y también lo profundo y necesario. La Universidad deberá ser, entonces, el lugar en el que ocurran ambas cosas: un aprendizaje cada vez más ágil y personalizado, propio de los tiempos del algoritmo; al tiempo que se dan las conversaciones esenciales con la extensión y profundidad que se requieren para debatir sobre los problemas de la humanidad. Y aquí traigo a Ortega y Gasset, que nos recuerda que la Universidad es sobre todo una comunidad dedicada a la transmisión de la cultura de su época, esto es, de un sistema completo e integrado de las ideas substantivas del saber de cada tiempo.

Así que tal vez lo que cambia con los tiempos no es la misión de la Universidad, que está allí para iluminar el pensamiento y la vida; lo que cambia es la conversación que desata y las preguntas que ofrece. La Universidad no puede sentir miedo a pensar, a preguntar, a habitar la contradicción de sus integrantes, a sentar postura sobre las demandas del entorno; ni tampoco a cuestionar la política de los gobiernos e instituciones. Debe elevarse en la grandeza del debate, en el rigor de las razones. Por eso su autonomía es condición obligatoria para que genere valor. Sólo desde su libertad para pensar y crear, podrá construir un diálogo de saberes entre ciencia y humanismo para acompañar a la sociedad en este camino estrepitoso del desarrollo, y en la difícil tarea de evitar el monopolio de las ideas y el poder.

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