Interceptaciones de ambulancias y asesinatos de personal médico: la violencia que asedia a los equipos de salud
El aumento en las agresiones contra los trabajadores de la salud pone en riesgo la atención en decenas de regiones rurales
Los ataques al personal médico son una de las mayores violaciones al Derecho Internacional Humanitario en Colombia, como lo exponen cifras y casos recientes. El pasado 16 de abril hombres armados detuvieron una ambulancia que transitaba, junto a otros vehículos, por la vía que comunica a la población rural de La Unión Peneya con el municipio de La Montañita, en el departamento de Caquetá. Los subversivos obligaron a los ocupantes a descender y pegaron panfletos alusivos al Frente Rodrigo Cadete en las puertas del vehículo, que transportaba muestras de laboratorio al hospital departamental María Inmaculada de Florencia. “Te invitamos a unirte a nuestras filas guerrilleras”, decían los afiches de esa estructura, que es parte de las disidencias de las antiguas FARC agrupadas en el Estado Mayor Central (EMC).
Ese día el vehículo no llevaba a ninguno de los pacientes que con frecuencia requieren traslados desde zonas de difícil acceso para recibir atención médica de mayor complejidad. Sin embargo, la gerente del centro hospitalario, Cindy Tatiana Vargas, advierte que lo ocurrido golpea la prestación de los servicios. “Afecta bastante porque atemoriza al personal de salud que va hasta las zonas veredales. Hace años que no se veían este tipo de situaciones, ni agresiones a la misión médica y esto hace más difícil que el personal quiera o pueda desplazarse”, explica en conversación con EL PAÍS.
La Unión Peneya conoce bien los sufrimientos del conflicto. Hace 20 años, cerca de 3.000 habitantes tuvieron que abandonar sus casas y sus tierras por enfrentamientos entre grupos armados que se disputaban el negocio de la coca. Desafiando las cicatrices del desplazamiento, los pobladores retornaron en el año 2007. Dos años después, la comunidad recibió el Premio Nacional de Paz por la resiliencia que significó la hazaña del retorno.
Pero los fantasmas de la guerra siguen apareciendo. Esta vez con la interceptación de la ambulancia, un hecho que el Defensor del Pueblo, Carlos Camargo, calificó como una clara violación al DIH. “Esta agresión contraviene gravemente las normas rectoras del derecho internacional humanitario, que establece una protección especial para las personas y los bienes civiles, como también para quienes realizan misiones humanitarias y médicas en favor de la población civil”, afirmó el funcionario.
Dos días después de la retención de la ambulancia, a unos 900 kilómetros de ese lugar, un hombre irrumpió en un consultorio particular del edificio de la Clínica Medellín, en el exclusivo barrio El Poblado de la capital de Antioquia. El sujeto, identificado como Jhon Ferney Cano, asesinó a disparos al médico urólogo Juan Guillermo Aristizábal, de 58 años, e hirió a su asistente. Luego se atrincheró en un consultorio al que le prendió fuego. Cuando la Policía logró ingresar a la fuerza, estaba muerto, con el arma al lado.
El Ministerio de Salud y Protección Social instó a las autoridades a actuar para que crímenes como el del médico Aristizábal no se repitan, ni queden en la impunidad. “El personal sanitario desempeña un papel crucial en la protección y preservación de la vida de las personas, y es inaceptable que sean objeto de violencia y ataques en el ejercicio de su noble labor (…) es imperativo que se implementen medidas efectivas para garantizar su protección y seguridad en Medellín y en todo el país”, destacó la entidad en un comunicado.
Según datos del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), el 2023 fue uno de los periodos con más ataques violentos contra los equipos de salud en Colombia, en los últimos seis años, con 511 casos, cinco veces más de los reportados en 2018. El 27% de ellos estuvo relacionado con el conflicto armado. Los restantes fueron agresiones de distintos actores, incluidos pacientes, contra el talento humano, ambulancias o instituciones. La mayoría fueron contra la vida y la integridad del personal sanitario e impactaron a auxiliares, médicos, profesionales de enfermería, psicología, odontología, conductores de ambulancias y equipos de salud pública, quienes sufrieron las consecuencias físicas y emocionales, señala el informe del CICR.
La intensidad de la violencia se refleja en el asesinato de nueve personas el año pasado. Cinco de ellas eran sanadores tradicionales de los departamentos de Cauca y Valle del Cauca. “Dicha pérdida no solo despoja a las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas de los conocimientos ancestrales de quienes les cuidan desde una perspectiva cultural, sino que además pone en riesgo la supervivencia de las poblaciones que ya no cuentan con la primera respuesta que, en ocasiones, es la única asistencia de salud disponible en sus territorios”, alerta el documento de la organización humanitaria.
Profesionales y trabajadores de la salud no solo soportan el estrés de turnos que parecen interminables. Muchos lo hacen en condiciones precarias y bajo la zozobra en zonas con presencia de grupos armados. La primera experiencia laboral de Alejandra*, una médica de 27 años que prestó el servicio social obligatorio en Barranca de Upía (Meta), estuvo marcada por una noche de violencia. El puesto de salud en el que hacía el rural se convirtió en escenario de una asonada cuando una turba de agresores llegó a asesinar a un herido que recibía atención en urgencias. Médicos y enfermeras tuvieron que esconderse para proteger su vida en medio de gritos y destrozos materiales.
“Inicialmente el ataque no iba dirigido a la misión médica, pero se salió de control y querían atacarnos. Nuestro delito fue tratar de salvaguardar la vida del paciente”, cuenta la joven. Después de una noche de pánico a la que sobrevivieron, ella y su compañero de turno empezaron a recibir amenazas, acusándolos de auxiliar a un supuesto paramilitar. “Parte de mi terapia fue darme cuenta de que yo no he sido ni la primera persona, ni la última, por desgracia, a la que le ha pasado algo así. El impacto fue muy negativo. Sentimos que el Estado nos abandonó”, lamenta.
Las intimidaciones le impidieron terminar el servicio social, un requisito para obtener su tarjeta profesional y buscar un empleo que le permitiera pagar las deudas de sus estudios. Solo después de varios intentos, la exoneraron del requerimiento. “Nos revictimizaban cada día, y eso nos generó estrés y ansiedad. Continuamos en control de psiquiatría y es por todo lo que tuvimos que vivir durante y después del ataque”, relata. De acuerdo con el CICR, el 86% de profesionales que participan en su programa de salud mental para personal de salud víctima de la violencia presenta niveles preocupantes de sufrimiento psicológico, síntomas de ansiedad, dificultades cognitivas e irritabilidad, “además del sufrimiento individual que supone una limitación en su capacidad para cuidar a los demás”.
La Mesa Nacional de Misión Médica, una instancia liderada por el Ministerio de Salud y Protección Social, ha enfatizado que cualquier acto violento contra el personal médico, independientemente de la causa o de quién lo cometa, daña a quienes están consagrados a cuidar de otras personas y deja sin asistencia a los usuarios y comunidades cuya salud depende de los profesionales agredidos.
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