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POLÍTICA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Extremófilos

Asombrosas criaturas que logran su máximo potencial en presencia de la confusión. La que encaran y la que expelen

Una protesta en Medellín, el 8 de febrero.
Una protesta en Medellín, el 8 de febrero.Juan Jose Patino (Getty Images)

El caos, aunque resulte contradictorio, no siempre es caótico. Hay seres que lo aprovechan para prosperar. Como los extremófilos, microorganismos asombrosos que moran en la profundidad de los volcanes marinos y en las gélidas capas polares, sometidos a temperaturas imposibles o a constantes chorros de ácido, cloro y sulfuro. Los científicos dicen que garantizan la supervivencia gracias a una elevada capacidad enzimática, que mantiene su estabilidad en condiciones extremas.

Los extremófilos no son buenos o malos; son seres que biológicamente “funcionan” de manera diferente a la mayoría de sus compañeros de planeta. La imaginación, esa magnífica herramienta que la humanidad usa para progresar o aniquilarse, nos permite trasladar a los extremófilos del reino abisal y las nieves perpetuas a la vida en sociedad.

Como si se tratara de una película sobre conspiraciones alienígenas, bien podríamos decir que hay extremófilos entre nosotros. Congéneres que no se encuentran a gusto en presencia del orden, y a los que les repugna ver las cosas en el lugar que les corresponde. Personas que se fortalecen en el caos. Que nadie se llame a engaños: a pesar de la descripción, el fracaso no es para ellos una constante.

La verdad es que una mirada a la historia nos indica que los extremófilos humanos son más comunes de lo que pudiéramos pensar y que, gracias a sus especiales condiciones, no solo subsisten, sino que triunfan. Y lo hacen gracias a que saben amar con la misma intensidad en que odian. Esa importante condición les permite contagiar a los demás de amor por sus finos argumentos, pero logran, además, que quienes los rodean rechacen aquellos razonamientos que mortifican al extremófilo.

¿Existe una manera más sencilla de referirse a los extremófilos? No. Han sido muchos los intentos de acuñar términos coloquiales que jamás los describen con justicia: anarquistas, revolucionarios, radicales, agitadores, extremistas, ácratas, libertarios. Unos, responsables de positivas transformaciones y, otros, recordados por haber protagonizado algunos de los más oscuros episodios de la vida inteligente.

Los extremófilos suelen tener un talón de Aquiles que puede arrastrarlos al despeñadero: nunca llegan a puerto; para ellos no hay destinos finales y el camino que recorren está privado de metas. Nada los llena. No hay para ellos forma de satisfacción o medida de sus pasiones. Son insaciables y anhelantes por naturaleza. Figuradamente hablando, tienen apetitos pantagruélicos. Por eso regresan siempre al efervescente caos, donde pelechan y germinan sus ideas. El costo es alto: en nadie confían y de todo recelan. El delirio de persecución los acosa. En cada alma ven una traición. El orden del mundo conspira contra ellos. Y ellos terminan conspirando contra ese mundo que no les place.

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¿Tiene cura un ciervo del hecho de ser ciervo? ¿Puede reponerse un oso de ser oso? ¿Algún tratamiento es efectivo para que una anémona deje de ser anémona? ¿Deja un extremófilo de serlo? Heráclito decía que todo cambia, que nada es. Pero los extremófilos prefieren a Tolstoi: “Todos piensan en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo”.

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