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Democracia
Columna
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La democracia cautiva

Los candidatos de medio mundo, Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil, Maduro en Venezuela o el uribismo en Colombia, buscan llegar o mantenerse en el poder con un objetivo: es la única manera de no acabar en la cárcel

Donald Trump, Nicolás Maduro y Jair Bolsonaro
Donald Trump, Nicolás Maduro y Jair Bolsonaro.Getty Images
Juan Gabriel Vásquez

Somos los cautivos de sus errores, sus deshonestidades, sus pequeños o grandes deslices. Eso he pensado con frecuencia en estos últimos meses, mientras los candidatos de medio mundo, y también los líderes en ejercicio, toman decisiones con el único criterio de salvarse a sí mismos de lo que antes hicieron. Trump puede tener muchas razones para presentarse por segunda vez a las elecciones, una rareza en la historia de Estados Unidos, y una de ellas puede ser su narcisismo desmedido; pero la más importante ahora mismo –y desde hace unos meses– es tan simple que es conmovedora, y además retrata de cuerpo entero al populista posmoderno: Trump quiere ser presidente porque ser presidente es la única manera de no acabar en la cárcel. A eso se ha reducido la democracia más influyente de este continente nuestro: su mayor dignidad, su posición de mayor nobleza, ha quedado reducida a la tarjeta aquella del juego de mesa que permitía al jugador salir de la cárcel.

Lo veo por todas partes: con distintos matices e intensidades distintas, eso es lo mismo que pasa en Venezuela, en Brasil, en Nicaragua. En Venezuela, un régimen corrupto que viola todos los días los derechos humanos tiene que mantenerse en el poder a toda costa, pues Maduro y sus cleptómanos saben que alguna forma de la justicia los espera con la boca abierta tan pronto como pierdan unas elecciones: y eso es el mejor incentivo para no perderlas, aunque sea con trampas, con amedrentamientos, con persecución. Lo de Nicaragua es más obsceno todavía, si cabe, pero en el fondo es lo mismo: lo que realmente le prohíbe a la ridícula pareja bajarse de su tigre es la certeza de que el tigre se los comería inmediatamente, como decía Churchill que les ocurre a los dictadores, aunque sólo sea por el daño que han hecho en el poder: el sufrimiento que han causado, las vidas que han destruido frente a la mirada ciega de sus cómplices (y frente a la memez connivente de aquel embajador colombiano que marchó a favor de Ortega).

En Brasil sucede lo mismo: la razón por la que ocurrió el intento de golpe de Estado en Brasilia, inspirado de formas tan diversas –y hasta caricaturales– por el 6 de enero en el Capitolio de Washington, pudo tener más razones que la profunda antipatía que Bolsonaro le tiene a la democracia cuando ha ganado la izquierda. Pero lo que Bolsonaro ha hecho desde entonces, ya se trate de sus marchas multitudinarias (con el invaluable apoyo de la superstición evangelista y la ceguera colectiva) o de la propuesta inverosímil de que su esposa se lance a la presidencia, tiene la intención principal de garantizarle la impunidad. Garantizar, en otras palabras, que nunca será juzgado. ¿Juzgado por qué? Por el intento de golpe en Brasilia. Como Trump, Bolsonaro quiere ser presidente para no ser preso. Por supuesto, también quiere ser presidente para asegurarles a sus cómplices que tampoco ellos irán a la cárcel. Y con buena razón, claro: porque fue uno de sus cómplices más cercanos, el teniente Mauro Cid, quien se hartó de sus cuatro meses en la cárcel y decidió hablar. Y lo que dijo es lo que tiene a Bolsonaro donde lo tiene: en las 135 páginas de una acusación judicial seria, creíble y peligrosa. Peligrosa para él, claro está.

¿El poder para qué?, preguntó famosamente Darío Echandía después del asesinato de Gaitán. Para eso, le dirían un Bolsonaro o un Trump: para la impunidad. El problema es lo que pagan las sociedades cuando se convierten en rehenes de la culpa de sus líderes: pagan primero por los desmanes de esos líderes, y pagan después por lo que los líderes deben hacer para hurtarle el cuerpo a las consecuencias de sus desmanes. Así estuvimos –hemos estado, quiero decir– los colombianos durante años. Buena parte de la política de estos últimos años se ha hecho o dejado de hacer con un solo horizonte en mente: proteger a Uribe. Y así nos hemos visto todos, rehenes del destino de un hombre, escogiendo fiscales y aprobando leyes y saboteando procesos de paz que habrían podido cambiar la vida de millones, todo con el único fin de que un expresidente no tenga que lidiar con la justicia. “Llegan a ponerle un dedo a Uribe y se incendia este país”, dijo obscenamente Francisco Santos en 2014. Diez años llevamos en éstas. Y seguimos: “Si tocan a Petro, nos tocan a todos”, dijo Gustavo Bolívar con su retórica de pandilla adolescente.

Y eso es preocupante porque Petro se equivoca con frecuencia, y ya nos ha mostrado su manera de mover fichas para tapar sus propios errores. El nombramiento de Benedetti en un cargo que no existía es tan transparente en su propósito, y tan redomadamente cínico, que no es necesario comentarlo otra vez, por lo menos no para decir lo que ya han dicho tantos. Es lo mismo de siempre: nuestra democracia, nuestros impuestos, nuestra diplomacia en tantas partes, la estabilidad que no conocemos desde hace años: todo puesto al servicio de tapar los huecos que ha dejado el error, la deshonestidad, los pequeños o grandes deslices. Y como es ahora será después. Yo empiezo ya a hacer una lista de los errores que por torpeza o incompetencia o borrachera de poder cometerán Bukele y Milei, y que después los llevarán a nuevos excesos destinados a tapar o corregir o protegerlos de los viejos. Estamos cautivos de todo eso, pensaba yo en estos días, o lo está nuestra democracia, y no se ve cómo podamos liberarnos.

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