Claudia Rodríguez, víctima del ELN: “No siento odio por el que mató a mis papás”
Samuel Rodríguez y Stella Puentes fueron asesinados en junio de 1990 por miembros de la última guerrilla en armas de Colombia. Su hija, que para entonces tenía nueve años, recuerda los hechos y pide una verdadera intención de buscar la paz
Claudia Rodríguez todavía llora cuando recuerda a sus padres. Hace tres meses encontró un viejo casete, logró reproducirlo y se dio cuenta de que guardaba una grabación de sus años de primaria. Una de sus profesoras en el Colegio La Presentación de Bucaramanga dejó como tarea entrevistar a un servidor público y ella, sin dudarlo, eligió a su papá.
—¿Cuál es su nombre completo y su cargo actual?—, se escucha en su tono de niña.
—Mi nombre es Samuel Alonso Rodríguez Jácome y mi cargo actual es juez segundo de Orden Público de Bucaramanga—, responde la voz de su padre.
La grabación está ahora en poder de la Fiscalía, que continúa investigando el homicidio de Samuel Rodríguez y Stella Puentes, la mamá de Claudia. El 26 de junio de 1990, en horas de la tarde, hombres armados les dispararon cuando abrían la reja que separaba la calle de su casa. Llegaban caminando juntos después de la jornada laboral, como solían hacerlo de lunes a viernes. Con su primo al lado, Claudia prestaba atención a la televisión, pero los gritos de su abuela la sacaron de una burbuja de tranquilidad, a la que nunca más pudo volver.
De lo que ocurrió luego no se acuerda bien. Cree que al correr para ver qué sucedía vio los cuerpos de sus padres, en especial el de su papá, pero a veces piensa que ella misma se inventó la imagen. “Ocho tiros recibió él en la cabeza. Otro tiro le llegó a mi mamá, que alzó el brazo para cubrirse y entonces se le metió por debajo y le impactó el corazón. Lo de ella fue una equivocación, un daño colateral, porque iban por mi papá”, cuenta.
Una carta llegó a la casa al otro día. Venía firmada por el ELN, que se atribuía la responsabilidad del homicidio y acusaba al juez Samuel Rodríguez de facilitar información sobre los procesos de su despacho —en los que estaban vinculados miembros de esa guerrilla— a agentes de inteligencia militar. Una carta idéntica fue enviada a la redacción de Vanguardia, el principal periódico de la región, que reseñó el contenido de la misiva en su siguiente edición. Mucha gente asistió al funeral y dos cosas permanecen muy presentes en la memoria de Claudia: que la obligaron a darle un último adiós a sus padres en el ataúd y el miedo que quedó en su abuelo cada vez que una motocicleta pasaba por su lado.
Guardó luto por cincos días y después, por lo menos en apariencia, todo volvió a la normalidad. Sus abuelos, que se quedaron con su custodia, le dijeron que la vida seguía y ella trató de asimilarlo. No fue fácil. Lo confirmó en la celebración de su primera comunión, en septiembre de ese año. Había asistido a los cursos de catequesis con sus padres y le generaba mucha ilusión estar con ellos ese día, así como lo estarían todas sus compañeras del colegio. Pese a que se cumplían pocos meses de su muerte, tuvo que posar y saludar invitados, como si nada, junto al ponqué, vestida de blanco y sosteniendo un cirio.
Claudia no sabe por qué en su adolescencia le daba pena contar lo que les había ocurrido a sus padres. Cuando realizó su curso de conducción, con unos 15 años, su instructor le preguntó por ellos, quería saber por qué siempre eran sus abuelos los que la acompañaban a sus clases. “Están viajando por trabajo”, respondió. Temía que los conocieran y que la miraran con esos ojos que solo los huérfanos conocen.
“Yo no quería seguir viviendo en Bucaramanga, fue una decisión que tomé cuando se murieron”, admite. Y por eso viajó a Europa tan pronto terminó bachillerato, siendo aún menor de edad. Se fue para no evocar más las tardes de ciclovía con su papá, las caminatas a los cursos de cocina con su mamá y los viajes a la costa por carretera. Primero estuvo en Londres, pero se enamoró y el destino la llevó a Italia. Allí se casó, tuvo dos hijos y actualmente vive en Castiglione del Lago, a mitad de camino entre Roma y Florencia.
La madurez la transportó de la negación al interés. Ahora sabe más cosas de aquel día y, especialmente, sobre sus padres. Ha contactado a su tío, que también se desempeñó como juez, y al secretario del juzgado de su papá para saber si conocieron de amenazas previas. Ninguno recuerda alguna, pero sí le comentan que él adelantaba investigaciones que podían generar malestar en los diferentes actores armados. También ha escuchado versiones de un supuesto juicio interno que llevó a cabo el ELN y que concluyó con la condena a muerte de su papá.
Hay menos crudeza y más dulzura en lo que averigua de su mamá. Ha desempolvado fotos y recortes de prensa, viejas imágenes que la muestran en su época de soltera, de novia y de cuando la cargaba en sus brazos. Stella Puentes trabajaba en juzgado, pero no era jueza. No tomaba decisiones de fondo en procesos judiciales y disfrutaba de las cátedras que dictaba en la facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Bucaramanga (UNAB). Pagó un precio muy alto por caminar con su esposo.
“Éramos una familia de clase media normal, de jueces y de profesores universitarios jóvenes. Ellos me tuvieron a los 21 años. Cuando mueren, a los 30, mi papá iba a ser magistrado un mes más tarde. Estaba esperando porque no tenía la edad todavía exigida por ley. De lo que me acuerdo, y por lo que me cuentan, era una vida perfecta”, rememora.
Durante más de dos décadas, desde la distancia, ha visto las tensiones y transiciones de la guerra en Colombia. Siguió de cerca las fallidas negociaciones de la Administración de Andrés Pastrana con las FARC, los ocho años de Uribe y su política de mano dura contra las guerrillas, la firma de los acuerdos de La Habana con Juan Manuel Santos como presidente y el estancamiento de la paz en el cuatrienio de Iván Duque. Ahora, con Gustavo Petro en la Casa de Nariño y los diálogos que lleva a cabo con el ELN, no oculta su deseo de que los acercamientos lleguen a feliz término.
“Creo que apoyar los procesos de paz es una obligación que tiene toda la sociedad civil. Lo que pasa en una guerra nos afecta a todos y en todos está hacer algo al respecto. Hay que dejar de lado esos discursos que estigmatizan a los que piensan diferentes por ser de derecha o izquierda. Con pensamiento crítico deberíamos cuestionarnos si queremos seguir así, ¿no? Hay gente interesada en que siga la guerra, pero no son mayoría”, afirma.
En su criterio “una vida vale lo mismo, bien sea la de un militar o un guerrillero”, y cree firmemente que la ciudadanía puede ejercer presión para que el Estado y los grupos armados se tomen en serio las conversaciones. “Si no hay una vocación verdadera, estarían prostituyendo la palabra ‘paz”, dice. Desde Europa participa en diferentes eventos de organizaciones de víctimas del conflicto, comparte su testimonio con jóvenes universitarios y es parte de grupos comunitarios de su pueblo. La entrevista para este artículo tuvo que esperar varios días porque era una de las encargadas de las fiestas municipales.
En los próximos días, Claudia visitará Colombia con sus hijos. Planea ir a Bucaramanga, más precisamente a Sotomayor, el barrio en el que creció, y transitar la misma calle en la que murieron sus padres. Probablemente llore y tenga que ser consolada. Eso sí, lo hará con mucha nostalgia, pero libre de rencores. “No siento rabia con el ELN. No siento odio por el que mató a mis papás. Me imagino que a esa persona la obligaron, le dieron una orden que tuvo que cumplir sí o sí”.
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