Los métodos irregulares del espionaje colombiano, de nuevo bajo la lupa
El escándalo de Laura Sarabia, hasta esta semana jefe de gabinete del presidente Petro, expone las falencias de unos servicios de inteligencia con poder suficiente para rebasar los derechos y las libertades
Los hechos concretos: uno de los organismos de inteligencia colombiano intervino ilegalmente el celular de la niñera Marelbys Meza, bajo la falsa sospecha de que formaba parte de una de las bandas criminales más sanguinarias del país, y la sometió a una prueba de polígrafo en el sótano de un inmueble contiguo al palacio presidencial. La trabajadora fue relacionada con el hurto de una suma aún inconcreta de dinero de la casa de Laura Sarabia, la joven de 29 años que la empleaba y que hasta esta semana estuvo al frente del gabinete del presidente Petro.
Las implicaciones: una trama que, además de hundir la popularidad del primer Gobierno de izquierdas a niveles mínimos, y desarticular el círculo más estrecho al presidente, ha instalado un nuevo estado de alerta entre diversos analistas que detectan un complejo problema histórico y estructural en las discutibles actividades de los servicios de espionaje colombianos. El experto Jerónimo Castillo, investigador de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), advierte que desde hace unos años el país se dirige al desarrollo de un Estado policial: “Estamos, básicamente, atrapados en un sistema que ha abusado y banalizado la utilización de esquemas de vigilancia técnica. Habría que replantear ese sistema porque no hay claridad ni transparencia estatal sobre a quién se vigila, cómo se vigila y por qué se vigila”.
Del escándalo han salido salpicados, sobre todo la Fiscalía y la Dirección de Investigación Criminal e Interpol (DIJIN), un organismo adscrito a la policía. Desde la presidencia de Juan Manuel Santos (2014-2018) se instauró la Dirección Nacional de Inteligencia, con el objetivo de reorganizar y articular un modelo que, como en el caso estadounidense, se sirve de varias agencias oficiales que confluyen en paralelo en sus tareas de seguridad y contraespionaje. Un formato que expertos como Armando Borrero adjetivan como “adecuado” porque la competencia entre agentes constituye una “herramienta de control. Ellos mismos se están observando, y muchas veces filtran asuntos a la prensa que de otra forma jamás se conocerían”.
En el caso de Laura Sarabia la denunciante fue la excuidadora de sus hijos, Marelbys Meza. Pero a partir de la publicación de la revista Semana se han sucedido las informaciones sobre irregularidades aún por esclarecer que van desde la utilización del polígrafo por fuera de los despachos judiciales, con intermediación de interrogadores supuestamente amenazantes, hasta las interceptaciones ilegales a los celulares de Meza y Fabiola Perea, otra de las trabajadoras de la casa de la exjefe de gabinete. Todos los titulares evocan de manera nítida los episodios de escuchas ilegales ejecutadas en otros tiempos por el oscuro y desaparecido Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). El problema no hace más que enredarse y los colombianos se han habituado a episodios similares en los que se suelen vulnerar los derechos y libertades de ciudadanos sin que haya control político o mecanismos de fiscalización a una actividad cuyo secretismo es esencial para su trabajo. Más aún en una sociedad conflictiva como la colombiana donde se entrecruzan una diversidad de actores violentos que han llevado al límite el equilibrio democrático.
“Las implicaciones de ‘chuzar’ a la Corte”, explica Castillo, “son delicadísimas a nivel de seguridad del Estado. Pero este caso, en apariencia más simple, debe servirnos para reforzar el mensaje de que los derechos son para todos, todos tenemos derecho a tener nuestra vida privada protegida y a todos nos deben cubrir las garantías de una autoridad judicial durante cualquier proceso”. En países como Reino Unido, la Cámara de los Comunes ejerce ciertos controles, tiene capacidad de exigir responsabilidades y obligar a las agencias a desenvolverse dentro de los límites de la legalidad, como el MI5 (inteligencia) o el MI6 (contrainteligencia).
Para el sociólogo Eduardo Pizarro León Gómez, sin embargo, “desgraciadamente tenemos un gran vacío en ese aspecto y por eso todo se termina desbordando. Las agencias de inteligencia en Colombia se crean y desarrollan con amplia autonomía, con manejos muy oscuros, y sin que haya una comisión parlamentaria eficaz que se haga responsable de a quién se vigila, cómo se vigila y con qué instrumentos”. Un asunto espinoso. Y de mal pronóstico, si se tiene en cuenta que las posibilidades de limitarlo en un mundo digital son cada vez más cosméticas. “Hoy no está claro si la orden vino de la Fiscalía o de la DIJIN. En otra época fue un general de la policía de apellido Guatibonza. Antes podría haber sido el F2o el DAS. Siempre vamos a encontrar culpables”, señala Jerónimo Castillo.
El problema ha generado malestar en círculos periodísticos y otras organizaciones de defensa de los derechos civiles, debido a los antecedentes de espionaje contra la prensa. Casos que en los últimos años han saltado a los medios con la misma rapidez que son barridos debajo de la alfombra, sin resultados judiciales concretos o visibles. Por eso Castillo se queja de que el debate público se haya vuelto a centrar en asuntos coyunturales, cuando en realidad “estamos afrontando una práctica recurrente de violación de derechos por escuchas ilegales por parte del Estado colombiano. No abordamos la discusión desde un ángulo estructural, sino desde la perspectiva simple: la pelea entre la señora Sanabria y el señor Benedetti. Estamos tratando un asunto profundo, que se repite indiferentemente del Gobierno de turno, como si fuera una pelea o chisme entre dos particulares”.
La ley 1621 de 2013 establece unos parámetros y un marco normativo para las actividades de inteligencia y contrainteligencia. El capítulo IV se explaya en una serie de generalidades para monitorear este tipo de trabajos y establece una especie de código de conductas. Los analistas coinciden, sin embargo, en que son mecanismos que se violan recurrentemente por agentes que se exceden en sus atribuciones y sobre los cuales no ha habido mayor voluntad para atajar. “La sociedad colombiana ha sido muy débil”, apunta Armando Borrero, “las Comisiones Segunda de Senado y Cámara, que tienen facultades de control desde 1992, no han sido muy profesionales. Operan cuando hay escándalos, pero no tienen formación en el asunto, como sí sucede en el Congreso americano, donde el Comité de Inteligencia del Senado suele tener expertos, o han trabajado en ese ramo, o tienen alguna familiaridad. Conocen los proyectos, examinan los presupuestos con lupa. Aquí no. Esas comisiones operan, a duras penas, cuando les llevan las hojas de vida de los coroneles que van a ascender a generales”.
Hoy el responsable de la Agencia Nacional de Inteligencia del Gobierno del presidente Petro es Alberto Casanova. Para muchos una figura discreta, filósofo de la Universidad de los Andes, antiguo militante de las fuerzas especiales de la guerrilla del M-19 y exjefe de seguridad del presidente. Fuentes cercanas al Gobierno aseguran que su función fundamental se centra en detectar cualquier atisbo de golpe de Estado, al parecer uno de los delirios que más agobian al presidente desde que asumió el cargo.
Las actividades de Casanova, rematan, se han visto opacadas por un supuesto corto circuito en la comunicación con la Armada, el Ejército y la Policía. El incidente expone tensiones ya conocidas del Ejecutivo con los estamentos militares y deja abiertos interrogantes que muy seguramente serán instrumentalizados por la oposición con fines políticos más que con una vocación de control que tampoco ejercieron cuando estuvieron en el poder. Una situación, en últimas, que se ha venido cociendo bajo la sombra y que podría agudizar los daños causados por la violación crónica de las libertades individuales que Gustavo Petro enarboló, justamente, como uno de los puntales de su proyecto político.
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