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GOBIERNO COLOMBIANO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La semana que ya pasó y los tres años que llegan

Lo que pasó la semana pasada es grave y no lo subsanan las buenas cosas que ha logrado el Gobierno en otros campos, como hubiera querido Petro según sus trinos

Nicolás Petro y su padre, el presidente Gustavo Petro
Nicolás Petro y su padre, el presidente Gustavo Petro, durante un evento de campaña, en septiembre de 2019.Nicolaspetroburgos (RR SS)
Juan Gabriel Vásquez

Me he pasado esta semana tratando de que me sorprenda lo ocurrido la semana pasada, pero no lo he conseguido todavía. A primeras horas del lunes, ya Petro estaba tuiteando para restarle gravedad a la tormenta perfecta en que se vio metido de repente su Gobierno, con familiares acusados creíblemente de cosas muy serias (problemas que vienen de fuera) y con una crisis de gabinete provocada, en forma directa o indirecta, por las propias dinámicas del Gobierno (problemas que vienen de dentro). Pero no: no hay manera de quitarle hierro al asunto. Lo que pasó la semana pasada es grave y no lo subsanan las buenas cosas que ha logrado el Gobierno en otros campos, como hubiera querido Petro según sus trinos, porque la política no es así: no se empata rezando después de haber pecado. Es grave, digo, y es además decepcionante, por lo menos para los que votaron por las promesas de cambio y ahora, frente a las evidencias que han emergido, se preguntan si los colombianos estaremos condenados fatalmente al clientelismo y a la corrupción.

Los que seguimos queriendo que este Gobierno llegue a buen puerto a pesar de sus políticas erráticas, de los desmanes retóricos del presidente, de su populismo polarizador y de su extraordinaria capacidad para el caos, ya estamos pensando en lo que pasará dentro de tres años y medio. Y a mí, por lo menos, nada me preocupa tanto como un Gobierno de izquierda que tiene gente buena y valiosa (y unos pocos sabios imprescindibles como José Antonio Ocampo), pero que puede acabar cediendo a los peores ángeles de su naturaleza. Al gobierno de Petro le puede ir mal por improvisación o torpeza, por su incapacidad de abandonar las políticas del resentimiento y el rencor o por creer que sus objetivos son tan loables que justifican saltarse las reglas, y lo peor que podría pasar sería que su fracaso acabe dándole respiración asistida a esa derecha espeluznante que ya estaba de capa caída: esa derecha racista y paranoica representada por un puñado de congresistas hipócritas y biliosos cuando no frívolos e irresponsables; esa derecha que se alimenta de la mentira organizada en redes, de negar la evidencia, de tergiversar los hechos y de avivar los odios, y cuya estrategia de cara a las próximas elecciones puede muy bien ser la de la tierra quemada.

Con todo esto en mente, vuelvo a lo que escribí al principio: en cierto sentido, lo que pasó la semana pasada no es demasiado sorprendente. Más bien era tan predecible, por lo menos para quien supiera leerlo, que Alejandro Gaviria lo vio claro hace mucho tiempo, como consta en esa entrevista que ha vuelto a circular por estos días. “El primer año él nombra un buen gabinete de unidad nacional”, dice Gaviria refiriéndose, por supuesto, a Gustavo Petro. “No lo logra cohesionar; pasan seis u ocho meses y no pasa mucho; se le desbarata el Gobierno. Y Petro empieza a tuitear como loco. Y la agenda del país, girando alrededor del Twitter de Petro”. Yo no creo que Gaviria sea un profeta, ni que supiera algo que el mundo entero no sabía: creo que llevaba en la política años suficientes para conocer sus mecanismos, que no han cambiado en lo esencial en muchos años, y creo que además conoce la historia porque la ha estudiado, y la historia suele dar información al que quiera oírla.

Lo mejor de todo es que no tiene por qué tratarse de historia antigua. En este país con memoria de cirujano azul (no se preocupen, que no es una alusión a la reforma de la salud: es que así se llama la especie a la que pertenece Dory), bastaba echar una mirada a la Alcaldía de Petro para saber por dónde podían ir los tiros en su presidencia. Y, a menos que la memoria me engañe, Petro fue un alcalde errático y sectario, y su administración estuvo marcada por las divisiones internas que acabaron con la salida brusca de gente tan meritoria como Antonio Navarro y Daniel García-Peña, que se toparon con la intransigencia, el autoritarismo y las malas maneras del jefe. La Alcaldía de Petro dejó resultados mediocres, y no le habría servido de trampolín hacia la Presidencia si no lo hubiera destituido el inefable procurador Ordóñez, uno de los personajes más nefastos de nuestra política reciente. (Cuyas mentiras, dicho sea de paso, contribuyeron ampliamente a la derrota de los acuerdos en el plebiscito de 2016. Iván Duque lo premió por sus servicios con la embajada ante la OEA.)

Lo del Twitter merece otro comentario. En estos seis meses, su cuenta le ha servido al presidente para atacar a los medios de comunicación que lo critican, para comparar al Estado colombiano con la Alemania de Hitler y para crear sin ninguna necesidad incidentes diplomáticos, con consecuencias tan considerables como hacerse declarar persona non grata. Este último incidente no es necesariamente el más sustancial, pero sí habla con elocuencia de la manera en que Petro ve el mundo. Recordarán ustedes que el presidente del Perú fue arrestado cuando quiso disolver el Congreso, coartar las libertades individuales y buscar el apoyo del Ejército. Era un golpe de Estado, para todos los efectos prácticos, pero Petro pidió a la CIDH que interviniera en su defensa y acusó a las autoridades que lo arrestaron de violar su derecho a ser elegido. Siempre me parecerá confuso que protestara con tanta vehemencia en el caso de Castillo —un hombre que ya había sido elegido, con lo cual no se le estaba conculcando nada— y no dijera nada en el caso de los candidatos nicaragüenses que, ellos sí, habían sido encarcelados por la dictadura de Ortega con el único objetivo de sacarlos del juego político. Es una de las muchas contradicciones en que cae todos los días el presidente tuitero.

Este Gobierno podría ser una oportunidad única para la izquierda democrática en Colombia, y no sólo por la diversidad todavía pendiente del ecosistema político, sino por la posibilidad muy real de mejorar la vida de la gente en esta sociedad que puede ser tan inicua, tan cruel, tan insolidaria. Pero es un error tolerarle cosas que a la izquierda le parecieron condenables durante los Gobiernos de la derecha, igual que es un error mirar para otro lado mientras se les entregan cargos de importancia —Ministerios o Embajadas, da lo mismo— a mediocres, a incompetentes o a cuotas políticas, o mientras el presidente prefiere a los que saben menos porque los que saben más han cometido el desliz de no estar de acuerdo. Queda mucho tiempo todavía, por fortuna, y lo mejor que podemos hacer los ciudadanos —periodistas incluidos— es mantener despierta la crítica, defender la independencia y desconfiar del gregarismo, y exigirles a los políticos, por improbable que a veces nos parezca, que estén a la altura del momento.

Hay otra manera de hacer política. Habrá que ver quién es capaz de encontrarla.

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