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La Comisión de la Verdad: la doctrina del enemigo interno sirvió para “la persecución y exterminio físico y político”

El informe final no es solo un documento histórico sino un análisis cultural sobre cómo la guerra transformó la sociedad colombiana bajo el discurso de estigmatizar al otro

Camila Osorio
sacerdote jesuita Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad de Colombia
El sacerdote jesuita Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad de Colombia, el 27 de junio de 2022, en Bogotá (Colombia).Carlos Ortega (EFE)

Cuando el padre Francisco de Roux, presidente de la Comisión de la Verdad en Colombia, se dirigió a los colombianos el martes en la mañana para presentar un extenso Informe Final sobre la guerra, incluyó en su discurso una serie de preguntas difíciles de responder. “¿Por qué los colombianos y colombianas dejamos pasar, durante años, este despedazamiento de nosotros mismos como si no fuera con nosotros? ¿Por qué vimos las masacres en televisión, día tras día, como si se tratara de una novela barata?”, preguntó. De Roux mencionó los secuestros de las FARC, las masacres de los paramilitares, las ejecuciones extrajudiciales del ejército. Pero el informe señala que quienes murieron en los 60 años de guerra no fueron, en su mayoría, los armados: el 90% fueron civiles. Esas preguntas difíciles no iban dirigidas únicamente a los ejércitos sino a todos los colombianos. “¿Qué pasó con la sociedad, con el Estado, con nosotros mismos?”, dijo.

El Informe Final de hallazgos―un libro de casi 900 páginas— no es solo un documento histórico con cifras, fechas y casi 30.000 testimonios. Es un documento que intenta ir más allá para diseccionar las emociones de los colombianos y la cultura de una sociedad en guerra. Desde la introducción, el informe se pregunta si la violencia no se detiene en Colombia a pesar de varios procesos de paz, no solo por el narcotráfico o el mercado de armas, sino por una falta de empatía. “La falta de empatía con ese dolor es parte de lo que Colombia necesita transformar”, dice el texto. “En contextos de arraigada y prolongada violencia colectiva como en Colombia, el desapego emocional y la desensibilización son consecuencias psicológicas que a todos nos afectan”.

Intentado responder a las difíciles preguntas, el documento le dedicó entonces un capítulo especial a la cultura en la guerra y en este hay un concepto clave para los comisionados: el del enemigo interno. “Un hallazgo central de la Comisión de la Verdad que tiene un gran potencial para explicar la persistencia del conflicto es la estigmatización como mecanismo de construcción del enemigo, como base de la persecución y exterminio físico, social y político”, escriben al principio del capítulo. “Ese mecanismo se ha instalado en la cultura como extensión de los múltiples prejuicios que existen en el país y que se anclan en la historia de la construcción de la nación”.

¿Quién tiene adentro al enemigo interno? Todos, de acuerdo al informe. Las FARC construyeron al enemigo interno en empresarios o élites, además de los militares. Los militares y los paramilitares lo vieron en movimientos sociales o partidos de izquierda, no solo en la guerrilla. Y los colombianos que no estaban en armas heredaron todos esos enemigos , y ahí, poco a poco, se infló la desconfianza y se esfumó la empatía.

El concepto del enemigo interno tiene dos historias, explican los comisionados, una más contemporánea que la otra. “Desde los años sesenta en adelante, la doctrina del enemigo interno se ha inscrito en la cultura”, dice el informe.

En la segunda mitad del siglo XX, explican los comisionados, el enemigo interno de la Guerra Fría era el militante de izquierda, por la influencia de Estados Unidos para combatir el comunismo. Señalan las recomendaciones estadounidenses que adoptó el gobierno de Alberto Lleras Camargo (1958-1962) en una serie de decretos, pero aclaran que la doctrina se adoptó “no solo por influencia de Estados Unidos, sino también porque resultaba funcionar a los intereses de los sectores con poder político, económico y social”.

Rescatan un Manual de operaciones contra las fuerzas irregulares de 1962 que ya ponía en riesgo a los ciudadanos. “La estrecha relación entre la población civil y la fuerza irregular puede exigir la ejecución de drásticas medidas de control”, decía el documento militar. Otro manual de 1979 le permitía al ejército clasificar a la población civil en tres grupos: listas blancas (los que apoyan a los militares), listas negras (los que apoyan a grupos subversivos), y listas grises (los indecisos). En zonas donde estaban los grupos insurgentes, todo civil era sospechoso. Como se lo contó un hombre indígena a la Comisión de la Verdad, para el ejército, en su territorio, “todo indio es guerrillero”.

El enemigo interno, explica el Informe, mutó al mismo tiempo que se extendía la guerra. Si el primero era el comunista, desde el Gobierno de Richard Nixon y su declaración de guerra a las drogas, el enemigo interno se transformó en el narcotraficante –lo que terminó criminalizando no solo a alguien como Pablo Escobar, sino a cientos de campesinos cocaleros en las zonas más pobres del país. Después de los ataques a las torres gemelas del 2001, el enemigo interno era el terrorista o el narcoterrorista.

El discurso militar del enemigo interno se fue filtrando poco a poco a otras esferas sociales, y los comisionados rescatan un episodio del 2003 cuando el expresidente Álvaro Uribe (2002-2010) respondió a un libro crítico, de un grupo de ONGs, llamándolos a todos “politiqueros al servicio del terrorismo”. Incluso el grupo activista de derechos humanos llamado Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio —que fundó y dirigió el hoy presidente de la Comisión, el padre Francisco de Roux— fue señalado por la fuerza pública, en 1998, como un enemigo interno: un grupo lo sospechaba colaborador del ELN.

El enemigo interno podría ser, en otras palabras, cualquiera que no apoyara al ejército o al gobierno. Y si desaparecía o le asesinaban, dice el informe, la sociedad sospechaba de la víctima con frases como “en algo estaría metido”, “seguramente tuvo algo que ver en lo que le pasó”, y “qué se puede esperar de esa gente”.

“Esa construcción del enemigo trascendió a las relaciones personales e íntimas”, dice el Informe. “A las instituciones y a la manera de interpretar y aplicar la ley, y muy especialmente al campo político, que es por definición el lugar de la defensa del bien común, afectando gravemente la democracia”. Los medios de comunicación añaden brevemente, si bien en algunos casos investigaron los crímenes de la guerra, en otros casos ayudaron a impulsar el discurso del enemigo interno. “Han estimulado la violencia a través de la estigmatización y del silenciamiento de algunos asuntos. Todo esto incide en la cultura, en el modo de relacionarnos”, dice el Informe sobre los medios colombianos.

Evento de la Comisión de la Verdad, de entrega del legado a las víctimas, en Bogotá, el 29 de junio de 2022.
Evento de la Comisión de la Verdad, de entrega del legado a las víctimas, en Bogotá, el 29 de junio de 2022.Juan Carlos Zapata

Pero el informe también menciona una respuesta más lejana a la construcción del enemigo interno. “Nuestra cultura ha heredado una visión excluyente del otro, de los pueblos étnicos, del campesino pobre, del disidente, del contrario”, escriben los comisionados. “La desconfianza por lo diferente no surgió durante el conflicto armado, pero se agudizó durante su desarrollo”.

Acá los autores del Informe Final regresan a una historia de exclusión que viene desde la colonia española, cuando no solo arranca un proceso de concentración de la tierra, sino un sistema de dominación racista, clasista y machista que necesitaba de un enemigo interno. Citando al historiador Jorge Orlando Melo, el informe explica que “así surgió la primera la primera imagen del “enemigo” en la historia de lo que hoy es Colombia, asociada al negro o al indígena ‘rebelde’, que no acataba una autoridad violentamente impuesta y, por ello, termina siendo señalado como el culpable de la violencia misma que se ejercía sobre él”.

Quizás la explicación suene lejana, pero en algunos de los testimonios de las víctimas que entrevistó la Comisión de la Verdad, la violencia de los últimos sesenta años sí aparece hacer eco a un sistema cultural racista y colonial. Uno de los testimonios en este capítulo cultural es el de una mujer afrocolombiana del caribe colombiano que fue torturada por un grupo de paramilitares cuando fue marcada con un hierro incandescente.

“Eso lo tengo como aquí, no he podido olvidar nunca”, dice ella. “Yo creo que ellos me hicieron eso porque era negra, creo que él me marcó porque era negra, y me marcó como si fuera una esclava. En la época de la esclavitud marcaban las mujeres negras, así como me marcaron a mí las autodefensas”. La esclavitud fue abolida en Colombia en 1851, después de la independencia, pero no “la idea de que los cuerpos pueden ser marcados, ultrajados y violentados”.

El Informe de la Verdad no es un documento jurídico que condene penalmente a alguien, ni a los armados, ni a sus aliados, ni a los colombianos apáticos. Es más bien un objeto cultural que intenta, como si fuera un espejo, mirar las narrativas que durante seis décadas, o más, derrotaron la empatía. Un libro que busca una nueva forma de narrar al que fue un enemigo interior. Como lo dijo el profesor de comunicación Germán Rey, esfuerzos como el de la Comisión, “ya han empezado a generar modos culturales de representación de la verdad”.

El llamado a la empatía de la Comisión de la Verdad se da un día antes de que el presidente electo Gustavo Petro se reuniera con su mayor enemigo político, el expresidente Álvaro Uribe. Para muchos cercanos al uribismo, Petro siempre ha sido un guerrillero. Para muchos cercanos al petrismo, Uribe siempre ha sido un aliado del paramilitarismo. Y aunque aún no es claro qué vendrá de ese encuentro entre rivales políticos, verlos sentados en la misma mesa es quizás un paso más para empezar a diluir aquel fantasma del enemigo interno.

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Sobre la firma

Camila Osorio
Corresponsal de cultura en EL PAÍS América y escribe desde Bogotá. Ha trabajado en el diario 'La Silla Vacía' (Bogotá) y la revista 'The New Yorker', y ha sido freelancer en Colombia, Sudáfrica y Estados Unidos.

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