La guerrilla se fue y el Estado nunca llegó: un líder social, asesinado cada dos días
Los grupos armados han matado a 1.298 líderes sociales desde que se firmó el acuerdo de paz, en 2016, y Tumaco es el epicentro del horror. Desde allí, los activistas cuentan cómo es vivir con una sentencia de muerte solo por querer defender su territorio
Cuando la mamá de Uberley Ramírez vio en televisión que se referían a su hijo como “líder social” lloró desconsolada. Era mediados de 2019. A Uberley lo habían entrevistado en un canal internacional para hablar sobre la violencia que padece Tumaco, un puerto de 250.000 habitantes en el Pacífico nariñense colombiano, por donde todos los días salen toneladas de pasta de coca hacia Centroamérica y Estados Unidos. “Identificarte como líder social en Tumaco es esculpir tu lápida, es empezar a pagar la funeraria para que el sepelio no le salga tan costoso a tu familia”, dice Uberley desde un muelle abandonado que aún huele a pescado y a mariscos. Cuando la cámara y el micrófono se apagan, Uberley señala el mar y cuenta que a veces los grupos armados matan a un líder, lo amarran y lo dejan flotando, cerca a la orilla, para que la gente lo vea. “Nadie puede recoger el cuerpo. Es su forma de decir que ahí están, que controlan el territorio”.
Colombia es el país más peligroso del mundo para los líderes sociales. Desde octubre de 2016, cuando la guerrilla de las FARC se desmovilizó, hasta hoy, los grupos armados han matado a 1.298 activistas, más de uno cada dos días, según las bases de datos de la ONG Indepaz. La cifra aumenta cada semana y Tumaco es el epicentro de ese horror. En seis años han sido asesinados 72. En su mayoría indígenas de la comunidad Awá. ¿Quién los mata? ¿Por qué motivos? ¿Qué intereses económicos hay detrás? ¿Por qué el Estado no los protege?, ¿Qué pasa en una comunidad cuando asesinan a un defensor de derechos humanos, a un reclamante de tierras, a un miembro de la junta de acción comunal o a un líder ambiental?
La mina verde que ha manchado de sangre a Tumaco
En la perla del Pacífico, como le dicen sus habitantes a Tumaco, se comen los mejores encocados de langostinos con patacón de Colombia. El cielo permanece nublado, el aire es húmedo y el sonido del mar se escucha como un susurro. Al llegar a la ciudad, los taxistas recomiendan no ir a los barrios después de las seis de la tarde, no salir mucho del hotel, no dar papaya. La noche es peligrosa. A pesar de la violencia, la gente es cálida y amable, la música retumba en las calles, los niños juegan fútbol y los jóvenes saltan felices al mar dando botes y piruetas.
El profesor Albert Ortiz, rector del colegio Ballenato, ubicado una zona rural de municipio, cuenta como los estudiantes de Tumaco han tenido que sufrir la violencia de los últimos años.
—A veces estamos dando clase y comienza la balacera. Al otro día los alumnos encuentran galiles y piñas al lado de sus pupitres, en medio de los salones.
—¿Qué son galiles y piñas?
—Una piña es una granada y los galiles son las armas largas. Las dejan olvidadas los grupos armados después del enfrentamiento.
Albert recuerda que solo en los últimos meses del año pasado fueron asesinados seis estudiantes de su colegio. “Desde septiembre empezó una guerra interna por el control del territorio. Hubo muchas pérdidas”, dice. Reconoce que no puede decir los nombres de los tres grupos armados que se disputan la zona porque “se mete en un problema”. En Tumaco una palabra de más puede costar la vida. Lo que sí se atreve a contar es el motivo de la confrontación: “Allá hay una mina, una mina verde”. La mina verde son las 11.800 hectáreas de cultivos de coca que se extienden por toda la zona rural de Tumaco, la segunda ciudad de Colombia con más cultivos ilícitos, después de Tibú, en Norte de Santander.
Antes de la coca, en las tierras fértiles de Tumaco se cultivaba cacao, palma de aceite, yuca, ñame, piña y muchos otros alimentos que nunca fueron rentables para los campesinos. Los sembrabran, los cosechaban, pero no había —aún no hay— carreteras para sacarlos a la ciudad y venderlos. La comida y el dinero se perdían. Con la coca es distinto. Los grupos armados les dan el dinero a las comunidades para que la cultiven y después la compran. Desde hace una década, esta mata pequeña y resistente que se ve a las afueras de la ciudad se ha convertido en casi la única fuente de trabajo para los habitantes rurales de la zona, pero también ha llevado la guerra y la muerte a los territorios.
Uberley explica que la mayoría de los líderes sociales en Tumaco son asesinados por tratar de evitar que crezca el número de hectáreas de coca en el pacífico. La misma situación se repite en otros territorios donde proliferan los cultivos ilícitos, como Cauca y Putumayo (al suroriente del país). Uberley, que hace parte del equipo de apoyo jurídico de la Red de Derechos Humanos del Pacífico, dice que en los últimos años los asesinatos de líderes se han trasladado de la ciudad a las zonas rurales, justo donde está el colegio Ballenato, que solo tiene un viejo computador para los 500 niños.
Casi el 90% del territorio rural de Tumaco está constituido por consejos comunitarios de comunidades negras y por cabildos indígenas. La tierra allí es colectiva y hay autoridades étnicas ancestrales, reconocidas por el Ministerio del Interior. En el municipio, los líderes sociales no son considerados miembros comunes y corrientes de la sociedad civil. Son ellos quienes tratan de evitar que los grupos armados recluten jóvenes en los territorios o intentan impedir que declaren objetivo militar a alguien de la comunidad. Son ellos quienes deben recoger los cadáveres de sus muertos. Por eso los matan.
Tumaco, capital del horror para los indígenas Awá
William García Pai, coordinador general de la guardia indígena Awá del pacífico nariñense, tuvo que salir huyendo de su territorio por amenazas de muerte. Ahora vive en la zona urbana de Tumaco y desde ahí ha seguido luchando por tratar de proteger a su comunidad. “El año pasado tuvimos cuatro resguardos confinados por la guerra, no podíamos salir de territorio”. García Pai viste orgulloso su mochila y el chaleco de la guardia. Cuenta que la gente no pudo ir al pueblo durante varios meses por el conflicto. “Había muchas minas antipersona en el territorio y no podíamos ir a trabajar por temor a que en cualquier momento hubiera enfrentamientos”. Hoy en día aún hay comunidades que siguen encerradas en sus resguardos por culpa de la guerra.
Los líderes indígenas compañeros de García Pai siguen cayendo uno tras otro sin que nadie haga nada. “Hemos tenido muchas pérdidas de compañeros gobernadores, suplentes gobernadores y miembros de la guardia indígena en los últimos meses”, explica. Y añade: “Para los grupos armados, los líderes somos un estorbo”. Las personas que han asesinado luchaban por el mejor vivir de sus comunidades. “Cada vez que matan a uno están lastimando a nuestra madre tierra, nos están lastimando a todos. Nosotros somos hijos de la selva y nuestro deber es proteger el territorio”. El asedio, la persecución y la muerte de los líderes indígenas no solo se da en Tumaco. Desde que se firmó el acuerdo, han sido asesinados 363 líderes indígenas en Colombia, entre ellos Breiner David Cucuñame, un niño de 14 años, miembro de la guardia del Cauca.
Desde que se firmó el acuerdo, han sido asesinados 363 líderes indígenas en Colombia, entre ellos Breiner David Cucuñame, un niño de 14 años, miembro de la guardia indígena del Cauca
El último de los asesinatos ocurrió en Tumaco el 20 de febrero de este año. Bolívar Lavin Delgado era miembro de la Guardia Indígena del Resguardo Piguambí Palangala, el mismo al que pertenece García Pai. “Sabemos que salió de su casa a las tres de la tarde a cazar y no regresó. Cuando fuimos a buscarlo, lo encontramos asesinado a balazos”, dice el coordinador de la guardia. Bolívar Lavin dejó una niña huérfana, una viuda y una estela de miedo en su comunidad.
La guardia indígena Awá sigue desenterrando y recogiendo cadáveres. García Pai, que pertenece a este grupo desde los 14 años y ahora coordina a más de 1.200 hombres, dice que no les van a dejar el camino libre a los armados. “Vamos a seguir protegiendo a la comunidad. Si matan a uno, salimos dos”. Su resistencia se parece en algo a los versos de la poeta venezolana Yolanda Pantin: “Nos quebrarán la cabeza / pero no daremos nuestro brazo a torcer”.
La guerrilla se fue, pero el Estado nunca llegó
Lenis Augusto Castro, presidente de la Red de Consejos Comunitarios del Pacífico Sur (Recompas), explica desde su oficina en el centro de Tumaco que después de que se firmó el acuerdo de paz con las FARC, la violencia contra los líderes empeoró. “Cuando la guerrilla entrega las armas, las disidencias y los paramilitares entran a disputar el control del territorio”. Estas nuevas organizaciones criminales, según Lenis, no tienen ninguna ideología y solo les interesa el narcotráfico. “Los líderes sociales somos una piedra en el zapato para esos nuevos grupos armados, siempre nos han visto como enemigos”.
El profesor Albert Ortíz está de acuerdo con Lenis. “La guerrilla entregó las armas, pero el Estado no hizo presencia. El Estado le falló a las comunidades, les falló a los niños y jóvenes de Tumaco”. El profesor recuerda que en algunas sedes de su colegio los salones de clase son chocitas de palma y madera que construyen los padres de familia para que sus hijos puedan ver algunas clases. “Vivimos atrapados en el siglo XV, no tenemos bibliotecas, ni internet”. El líder Lenis resume bien el problema de Tumaco y de muchas otras zonas de Colombia que sufren la violencia: “A nosotros nos tocó un Estado que nunca ha estado”.
Reconfiguración de la Guerra: asesinatos, desapariciones y casas de pique
Después de la firma del acuerdo de paz y la desmovilización voluntaria de la mayoría de estructuras guerrilleras, los grupos paramilitares y las disidencias comenzaron a armar sus propias fuerzas para ejercer control sobre los cultivos ilícitos y las rutas del narcotráfico. Los que más sintieron los efectos de esta reconfiguración fueron los líderes sociales. En un lado del río Mira estaba alias Guacho, un mando medio de las FARC que decidió no acogerse a los acuerdos y convenció a 30 de milicianos más para seguir en el negocio bajo el nombre de la columna Oliver Sinisterra. En otro, el poder era de alias Don Y, a cargo de las Guerrillas Unidas del Pacífico. Ambos bandos se disputaban la zona rural. En la ciudad el dominio correspondía a los hombres de El Pollo y El Tigre.
Durante 2017 y 2018 las tres estructuras se atacaron con violencia y dejaron muchos civiles muertos. “Hubo un mes en el que enterramos a nueve personas. Solo un día fueron asesinadas seis”, explica un habitante de Tumaco que conoce bien la reestructuración de la guerra, tanto que por su seguridad prefiere no dar su nombre. “Incluso recuerdo que en los carnavales de 2019, los grupos armados se enfrentaron a bala en medio de la fiesta. Eso nunca había pasado”.
Esta ola de sangre terminó gracias a que algunos líderes comunales decidieron asumir el riesgo de perder la vida y recorrer el municipio buscando a los cabecillas. “Logramos que firmaran un acuerdo de no agresión y evitamos que se siguieran matando entre ellos y afectando a los civiles”, recuerda uno de los que participó en esos diálogos. “Después de eso volvió un poco la paz y la tranquilidad a las calles de Tumaco, eso no quiere decir que con ello hayan disminuido los muertos”. Una autoridad local explica que se dejaron de matar en la ciudad, pero empezaron a desaparecer gente en casas de pique.“Esta zona está rodeada de mar. Era muy fácil coger a una persona, desmembrarla, empacarla en un par de bolsas y arrojarla al mar”.
Los jóvenes ya no quieren ser líderes sociales
Hilda Hurtado, lideresa de la Organización de Mujeres de los Consejos Comunitarios del Pacífico, también cree que en la ausencia del Estado radica el origen de la violencia en Tumaco. “Acá hay hambre, la gente vive en la pobreza, en muchos territorios no hay agua potable, ni luz eléctrica. Las necesidades básicas insatisfechas han generado que este conflicto continúe”.
Hilda lleva más de cinco años amenazada por su trabajo y ha tenido que salir varias veces de su territorio. “Los líderes permiten que la comunidad tenga una ruta. Si los matan, la comunidad queda desamparada, queda huérfana. Por eso siempre nos van a tener en la mira. Somos un obstáculo para que sigan explotando el territorio”. Para ella, son sinónimo de valentía. “A muchas mujeres jóvenes les da temor asumir las responsabilidades. A mí también me da temor, pero pienso que si uno se hace a un lado frente a los problemas de las comunidades, no tiene muchas razones para seguir viviendo. Ese es nuestro deber en la tierra”. “No nos gusta decir esto”, añade Lenis Castro, “pero si asesinan a uno, seguramente van a nacer 10 o 20 listos para seguir defendiendo nuestros territorios”.
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