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Elecciones en Colombia
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Cuatro años perdidos

El presidente Iván Duque, elegido en 2018, no tenía ni las credenciales ni la madurez ni el temperamento para llevar las riendas de un país como Colombia. El suyo fue el gobierno de las oportunidades desperdiciadas.

Juan Gabriel Vásquez
Elecciones en Colombia
Sr. García

Se acaban los cuatro años funestos de este gobierno, y lo que nos queda a los colombianos es la sensación inconfundible del tiempo perdido. Han sido cuatro años malversados en muchas cosas, pero la más notoria –y la que traerá más consecuencias– es la implementación de los acuerdos de paz. El Gobierno de Duque la saboteó desde el principio, deslegitimando los acuerdos de palabra y de obra, poniéndoles palos entre las ruedas mediante artimañas legales o cerrando los ojos mientras su partido mentía sobre ellos cada vez que podía. De un tiempo para acá, cuando se dio cuenta de que las Naciones Unidas y el recién llegado Biden comenzaban a fruncir el ceño, el Gobierno decidió ponerse serio con algunos puntos del acuerdo, y ahí van los avances innegables en las zonas rurales; pero eso sólo ha servido para que la gente se dé cuenta de lo mucho que se habría podido hacer si desde el principio Duque se hubiera tomado el asunto con responsabilidad. Eso es inevitablemente Duque: el presidente de las oportunidades desperdiciadas.

Pero esto no es más que la consecuencia natural de haber elegido a alguien que no tenía ni las credenciales ni la madurez ni el temperamento para llevar las riendas de este país inmanejable. La nuestra es una sociedad envenenada, desintegrada, rota por dentro; una sociedad de facciones irreconciliables que admira a los violentos y a los matones, siempre que sean los que le convienen a cada uno, y que da la espalda a los que sufren con una facilidad pasmosa; una sociedad crispada, hecha de pequeños fundamentalismos, siempre dispuesta a responder a la invitación que le haga su caudillo.

Y el caudillo hace cuatro años era el expresidente Uribe, que no solo encabezó el Gobierno más corrupto de la historia reciente (me falta tiempo para hacer el inventario de los funcionarios uribistas que han pasado por la cárcel o están prófugos de la justicia), sino que lideró contra los acuerdos de paz una campaña grotesca de mentiras y desinformación cuyas consecuencias todavía sufrimos. Ahora, cuando la realidad ha desvirtuado sus profecías calumniosas, nos encontramos simplemente frente al lamento por lo que hubiera podido hacerse y no se hizo. Lo dicho: cuatro años perdidos.

Como se han perdido, también, para el afianzamiento de unas instituciones constantemente amenazadas. Dicen los optimistas que este es uno de los rasgos más admirables de nuestro país: la firmeza de las instituciones. Pues bien, las instituciones colombianas son –con el proceso de paz– las que más han sufrido durante estos cuatro años.

La separación de poderes, por ejemplo, ha quedado en trizas: el gobierno de Duque ha concentrado buena parte de su tiempo y sus energías en copar los organismos de control con figuras amigas que no controlan nada; tras el fallo que amplió para las mujeres el derecho a abortar, Duque salió a lanzar ataques directos contra la corte que lo profirió; más tarde, en plena campaña electoral, el presidente de todos se dedicó a atacar desde su presidencia de todos al candidato presidencial de algunos; y ahora, cuando hace lo mismo el comandante del Ejército (lo cual no solo es anticonstitucional, sino peligroso), Duque guarda un silencio vergonzoso.

Pero este gobierno es invulnerable a la vergüenza: es heredero, después de todo, del gobierno desvergonzado de Uribe, bajo el cual las cortes no solo recibían ataques directos del Ejecutivo, sino que sus magistrados fueron espiados y amedrentados mediante campañas bien orquestadas de desprestigio.

A la vista de todos, Duque ha hecho saltar por los aires las reglas más elementales de la vida democrática. La triste ironía es que este gobierno llegó al poder montado, entre otras cosas, sobre un fantasma: el castrochavismo. Era un concepto etéreo que permitía al partido del presidente atemorizar a los ciudadanos, ofreciéndoles el espejo de Venezuela para que vieran lo que podía pasar si Duque no era elegido; pues bien, hace algunos meses el constitucionalista Rodrigo Uprimny hizo la lista de por lo menos seis maneras en que la democracia colombiana se ha asemejado en este tiempo al régimen de Chávez y Maduro. Uprimny habla, pruebas en mano, de persecución a los opositores: ahí estaba la acusación sin sustento de la Fiscalía contra Sergio Fajardo, que sin duda lastró la candidatura que, paradójicamente, es la más transparente.

Ahí estaban también los ataques a la prensa: en una ley contra la corrupción se coló un artículo que amenazaba con cárcel a periodistas que formularan denuncias “calumniosas” contra funcionarios públicos, y el fiscal general soltaba estas palabras de colección: cada vez que se critica a la Fiscalía, dijo, detrás de la crítica hay “un delincuente parapetado”. Para castrochavista, el gobierno de Duque.

La política es pendular, sobre todo en países polarizados (o quizás habría que decir: bipolares) como el nuestro. Y así ocurre que el uribismo, del cual Duque parece ser el último estertor, comienza a recoger en la figura de Gustavo Petro lo que ha sembrado durante años. Y no: yo no comparto el entusiasmo que genera Petro. Este país desastrado necesita grandes cambios, pero no me pidan que vea la solución en sus posiciones delirantes, que lo obligan a dar explicaciones durante tres días cada vez que abre la boca (sobre pensiones, trenes elevados, expropiación o perdón social: lo que sea). No me pidan que vea la solución en su mesianismo desaforado, que se refleja en la violencia retórica de tantos de sus seguidores y me recuerda demasiado al uribismo de hace quince años, cuya propia violencia retórica aguantábamos los que denunciábamos por entonces los excesos de Uribe.

Y no me pidan que acepte sus ataques a los periodistas que no le gustan: puede que alguno se las arregle para ser racista, clasista y frívolo al mismo tiempo, pero nadie puede pensar que hablar de “neonazis en RCN” está justificado. No, no puedo aceptarlo: como tampoco acepté que Uribe, en 2017, llamara “violador de niños” a un periodista cuyo humor no le hizo gracia.

Tampoco me pidan que confíe en la relación demasiado estrecha que tiene Petro con líderes cristianos como Alfredo Saade, que prometen millones de votos sin que nadie parezca darse cuenta de que exigirán mucho a cambio. Saade ha declarado su respeto por el estado laico, pero también ha atacado el derecho de las mujeres a abortar (“el vientre de la mujer no puede convertirse en pabellón de espera para ser asesinado”, dijo como si lo hubiera poseído Alejandro Ordóñez).

Si alguien cree que los cientos de iglesias que le darán sus votos no harán valer sus propias ideas sobre el tema, y también sobre la muerte digna y el matrimonio homosexual y un largo etcétera, la ingenuidad es el menor de sus problemas. El portal La Silla Vacía ha comparado las posiciones de los candidatos acerca de nuestros debates más difíciles: el fracking, la adopción por parte de parejas del mismo sexo, la regulación de la marihuana recreacional. Las posiciones de Petro y Fajardo coinciden en todos estos asuntos, salvo uno: los impuestos a las iglesias, que Fajardo apoya y Petro rechaza. ¿No es eso elocuente?

Mientras tanto, ahí están Fajardo y Murillo: un progresismo sereno, con un programa económico responsable y un programa social de una ambición jamás vista. Todo lo importante está ahí: la defensa de los acuerdos de paz, de las conquistas sociales que nos han costado tanto esfuerzo, de los vulnerables a los que el uribismo que representa Federico Gutiérrez ha dado sistemáticamente la espalda. Según las encuestas, sin embargo, nada de esto basta: la serenidad y la decencia no entusiasman. Habrá que ver qué dice eso de nosotros.

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