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Crónica
Texto informativo con interpretación

Encerrona en la Escandalera

El Ayuntamiento de Oviedo pone a los Reyes una alfombra al mismo tiempo que patrocina una manifestación republicana

Llegada de los Reyes al teatro Campoamor.
Llegada de los Reyes al teatro Campoamor. Getty

Gobernar en tripartito, como ocurre en Oviedo, permite extender a los Reyes una alfombra azul y organizarles al mismo tiempo una manifestación de rechazo. Por un lado, se los acoge. Por otro, se los repele, de forma que el señor alcalde, Wenceslao López, socialista, estrechaba la mano de Sus Majestades y la señora vicealcaldesa, podemista, les organizaba un protesta callejera en la plaza de la Escandalera. Así se llama inevitable y curiosamente el espacio urbanístico aledaño al Teatro Campoamor, escenario tradicional de los premios Princesa de Asturias y extremo dramatúrgico de las diferencias entre los vecinos. Mediaban entre ellos los policías nacionales en un desmedido dispositivo antidisturbios y en una extrapolación de nuestro arraigado cainismo. Unos asturianos se vestían de domingo detrás de las barreras de seguridad para aclamar a los Reyes y a los premiados, mientras otros multiplicaban las consignas mecánicas contra la casta y las proclamas antimonárquicas.

No sólo exhibiendo los colores republicanos y bolivarianos. También con una versión estelada o vietnamita de la bandera de Asturias que predispuso al abucheo de los Reyes, nunca hasta el extremo de alterar la sonrisa profesional de los aludidos ni hasta el punto de imponerse al fervor predominante de la hinchada monárquica. Las gaitas se obstinaban en hacerse escuchar como remedio a la escandalera, pero no termina de estar claro que Francis Ford Coppola, estrella de la tarde en ausencia de los Gasol, se haya sobrepuesto aún a la versión de cornamusas de "El Padrino".

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Debieron confortarle, al menos, los carteles de "The Goodfather" que jalonaban los balcones en una heterodoxia iconográfica que Leonardo Padura exageró con su guayabera de gala y que recuperó la compostura con la elegancia de las reinas. Una, Sofía, emérita, la otra, Letizia, profesional e impecable en su ingenio escénico. No puede decirse lo mismo de los advenedizos que se crecieron en el paseíllo. El presidente Revilla, verbigracia, hizo limosna y demagogia gestual para intentar llevarse unos misérrimos plausos, mientras que Mariló Montero remedió su indecoroso retraso incorporándose de manera indescriptible a la pasarela de los galardonados

Fue el chascarrillo de una jornada en la que madrugaron Albert Rivera y Pedro Sánchez, pasajeros de un vuelo de Iberia fletado por la Fundación Príncipe de Asturias cuya responsabilidad debió estimular como nunca los reflejos del comandante de la aeronave. Aterrizaba en Asturias la generación del cambio. Pareció que el secretario general socialista y el líder de Ciudadanos se esmeraron en marcarse al hombre. Decidieron sentarse en filas contiguas, incluso anduvieron muy vigilantes el uno del otro en tierra firme para neutralizar cualquier atisbo de divismo.

Estaba muy repartido el protagonismo y había cundido el escarmiento de 12 de octubre, cuando Rivera entró a pie del Palacio de Oriente y se marchó levitando, hasta el extremo de interiorizar sus derechos dinásticos de Adolfo Suárez. Hablamos en sentido simbólico. Porque en sentido biológico quedaba representada la estirpe con la persona de Suárez Illana. Que destilaba empaque de patricio como Emilio Butragueño destilaba diplomacia de escolapio. No se me ocurre un ejemplo parecido de corrección ni de "savoir faire" social, con más razón cuando la mitomanía o el fetichismo hacia la sangre azul incitan entre los cortesanos una propensión indecorosa al selfie.

Condescendieron los Reyes entre los invitados en la pitanza de bienvenida. Asumieron con abnegación el pasamanos a semejanza de los gatos de la suerte que se venden en los chinos. E hicieron bien en proteger de la marabunta a la pequeña Leonor. No estuvo en Oviedo la princesa, ni estuvieron los hermanos Gasol, quizá para evitar una escena terrorífica, característica incluso de un cuento de Perrault: una frágil bambina expuesta a las manazas de los gigantes.

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