Ni divorcio ni renuncia a la sucesión
El Rey no se lo ha pedido y la Infanta no quiere separarse o desistir de sus derechos
“La repercusión social de la imputación de un personaje público nunca debe propiciar una diferencia en el trato judicial”. Lo dice el juez Castro en el auto por el que ayer volvió a imputar a la Infanta, y lo dijo el Rey —“La justicia es igual para todos”— en su discurso de Nochebuena de 2011. Entonces, don Juan Carlos se estaba refiriendo a Urdangarin, al que el magistrado estaba a punto de imputar. El Monarca no imaginaba en aquel momento —previo al escándalo de Botsuana que lo cambió todo— cómo de lejos iba a arrastrarles la corriente.
La Casa del Rey diseñó una estrategia de cortafuegos para intentar aislar el foco del problema: Urdangarin. Lo apartó de la agenda oficial —y de facto también a la Infanta— y calificó públicamente su comportamiento de “no ejemplar”. La infanta Cristina no estaba dispuesta a ofrecer el que hubiera sido el mejor aislante: separarse o renunciar a sus derechos dinásticos. Y según fuentes del entorno de La Zarzuela, esa situación no ha cambiado. El Rey no se lo ha pedido y ella no quiere hacerlo.
Para la institución, admiten las mismas fuentes, habría sido todo más fácil si doña Cristina hubiese optado, tras conocerse la imputación de Urdangarin, por renunciar a sus derechos dinásticos, un gesto de gran fuerza simbólica y nulas consecuencias prácticas, puesto que es la séptima en la línea de sucesión al trono, y la decisión no afectaría a sus hijos, que subirían un lugar en el escalafón.
Pero el matrimonio, según las mismas fuentes, vive las imputaciones y la investigación del juez Castro casi como una conspiración. No acaban de comprender la gravedad de la situación y el pésimo impacto que ha causado el proceso en la Monarquía española. De ahí que, mientras La Zarzuela evitaba por todos los medios coincidir con Urdangarin o provocar cualquier imagen que la vinculara al caso de corrupción, doña Cristina impusiera su presencia en el hospital cuando el Rey ingresó para su tercera operación de cadera, en noviembre de 2012. Aquel empecinamiento de la Infanta forzó a La Zarzuela a borrar a Urdangarin de su página web. Necesitaban hacer un nuevo gesto después de aquella visita hospitalaria para mostrar que no estaban cediendo, que nada había cambiado.
El caso Nóos ha provocado una permanente tensión entre la institución y la familia. Porque no solo la Infanta, decidida a apoyar a su marido hasta el final, ha torpedeado esa estrategia de La Zarzuela por aislar a Urdangarin. Doña Sofía, a quien más le ha costado separar entre la madre y la Reina, se dejó fotografiar en Washington con los duques de Palma poco antes de que imputaran a su yerno, en lo que se interpretó como un mensaje de apoyo. Era 2011. Hoy ha moderado su defensa. La filtración de determinados correos electrónicos ha ayudado.
Es esa tensión entre la institución y la familia, a la que la Reina se empeña en mantener unida pese a todo, lo que provocó que la pasada Nochebuena, después de decirles a los españoles que entendía el daño que los casos de corrupción causaban en el prestigio de las instituciones, el jefe del Estado se sentara a cenar con Urdangarin. Suegro y yerno, acompañados por sus respectivas esposas y la infanta Elena, compartieron mesa.
La crisis era mucho más fácil de llevar cuando el problema era solo Urdangarin. Cuando se cumplió el peor escenario para La Zarzuela y el juez Castro imputó el pasado abril por primera vez a un miembro directo de la familia real, las cosas se complicaron. En un intento de marcar distancias, de demostrar que no era lo mismo imputar a Urdangarin que a una infanta de España, que creían en la inocencia de ella, la Casa del Rey se atrevió a manifestar su “sorpresa” por la decisión del juez y su apoyo al fiscal, que se oponía a la imputación y del que La Zarzuela destacó su “imparcialidad y defensa de la legalidad”. Aquellas declaraciones se tomaron como una injerencia, por eso ayer decidieron ceñirse al “respeto a las decisiones judiciales”. Ni una línea más para “evitar malinterpretaciones”.
La Infanta recibió la noticia de su nueva imputación en Ginebra, adonde se mudó con sus hijos el pasado verano para que dejaran de pagar las consecuencias del caso Nóos. Urdangarin, que conserva su residencia habitual en Barcelona, aunque pasa largas temporadas en Suiza con su mujer y sus hijos, estaba con ella.
El Rey se encontraba en La Zarzuela cuando se hizo público el auto. Horas más tarde, recibió al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, para mantener su despacho semanal. La noticia de la imputación llegó en un mal momento: justo un día después de ocupar de nuevo la agenda pública con un titular contrario al que habían deseado: en lugar del regreso del Monarca tras su última operación de cadera, como habían planificado, se hablaba de su evidente cansancio y de los problemas que había tenido para leer un discurso de apenas folio y medio en la Pascua Militar. El propio Rey lo atribuyó a falta de luz en el atril y a los nervios.
Don Juan Carlos estaba nervioso porque sobre la institución hay ahora una presión que hace solo unos años no solo no existía sino que era impensable. El caso Nóos ha eliminado el margen para la indulgencia de una sociedad castigada por la crisis y que, como quiso recordar el propio Monarca en su discurso de Nochebuena, estaba naturalmente desencantada por los casos de “falta de ejemplaridad” en dirigentes e instituciones.
Las encuestas que La Zarzuela encarga de forma privada cada quince días para evaluar el nivel de aceptación de la Monarquía se lo muestran claramente. El Príncipe asciende, pero cada pequeña subida en el apoyo a la institución motivada por una buena actuación de don Felipe —por ejemplo, la que se percibió tras su intervención en la candidatura de Madrid 2020 en Buenos Aires— es absorbida enseguida por nuevos titulares del caso Nóos, explican en la Casa del Rey.
Los Príncipes, que no han cometido errores graves, pueden ser los más perjudicados porque la imputación de Urdangarin, y ahora de la infanta Cristina, ha colocado una sombra sobre la continuidad de una institución que suspendió por primera vez en el examen de los ciudadanos cuando se supo de los turbios negocios del yerno del Rey. Un 4,8 en el barómetro del CIS de octubre de 2011 dio el primer aviso. El pasado mayo, última vez que el CIS preguntó por la Monarquía, la nota era ya de 3,6.
El Príncipe, al contrario que la Reina, ha cortado por lo sano. Ni él ni la princesa Letizia se sentaron a esa mesa en Nochebuena. Desde que estalló el caso Nóos, no tienen relación con los duques de Palma, a los que antes estaban muy unidos. Si Urdangarin, como muestran las encuestas, se volvió tóxico para la Monarquía, los más interesados en alejarse del veneno son los Príncipes.
Don Felipe no ha tenido, como su padre, un hecho histórico en el que ganarse la legitimidad de un reinado. Tiene que hacerlo cada día, especialmente entre el sector que, según las mismas encuestas, menos apego tiene a la Monarquía, los jóvenes. A alguien que no improvisa porque le obsesiona hacerlo bien y no dar que hablar más que sobre su estricta agenda oficial no le entra en la cabeza que alguien con la vida resuelta como su cuñado se haya metido en este lío, en el que él no está dispuesto a dejarse arrastrar, como de momento, parece, su hermana.
El “martirio” no solo no termina, como volvió a pedir el sábado el jefe de la Casa del Rey, Rafael Spottorno. Ayer escaló un peldaño clave, el que puede obligar al Monarca a separar entre la Infanta de España y la hija.
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