¿Islam y Cataluña? MIQUEL BARCELÓ
No es cierto, nunca hubo "islam en Cataluña". Hubo, claro, un orden, el islam, que fue a la vez religioso y político y que puede ser un objeto singular de análisis historiográfico a partir de mediados del siglo VII. Desde esta perspectiva, el islam no puede ser entendido fragmentariamente. Se hizo todo al mismo tiempo, la constitución de una ortodoxia teológica, la formación experimentada de un Estado que se adapta a la secuencia expansiva de grupos árabes con una mecánica tribal específica, la singularización de burocracias fiscales administrativas de diferente concreción -en Oriente, en el Magreb bereber, en Hispania- y de principios uniformes -con haces dialectales lingüísticos árabes- que las hacen reconocibles. Hubo, pues, islam. En el siglo XI tenía perfiles y confines muy claros, y también problemas. El mayor era la formalización y la estabilidad del Estado. Los feudales, en cambio, habían hallado soluciones para regular el poder, concebido también como orden cristiano. El islam no consiguió originar un tipo de Estado con pocas fluctuaciones interiores y, por ello, capaz de dominar más gente y concentrar trabajo de otros. Los feudales, sí. Después vino el Estado absoluto, posteriormente nacional, en Occidente, y los sultanes orientales fueron vistos, a la vez, como despóticos e ineficaces, disipados. También, claro, hubo Cataluña. Es curioso, sin embargo, que sus rasgos históricos sean inicialmente más difíciles de precisar. Por no saber no se sabe qué significa el nombre. Sí, ya sé que hay miles de catalanes historiadores que dicen saberlo. Pero no se sabe. Incluso el nombre aparece, por escrito, tarde, en un texto latino pisano de la primera veintena del siglo XII. Antes, a finales del siglo XI, ya eran documentalmente bien detectables diversos órdenes políticos que competían con acumulativa eficiencia en el dominio y gestión del trabajo campesino. Obispos, abades, militares, aventureros de la guerra, se constituían en jerarquías sacralizadas de disciplina; la selección de cosechas y ganados, contado todo cada vez más en moneda, eran las materias replicantes, que se hacen a sí mismas y fundamentan la secuencia social en un sentido específico, seleccionado, y no en otro; concentrar y crecer, hacerlo todo mensurable. ¡Ah! y los latines y los cánticos y los edificios del espíritu que sirven para conformar y confirmar términos de dominio que se suponen eternos, inmutables, por los siglos de los siglos, y asegurar también las formas específicas en que debía transcurrir la reproducción humana, sexo, familia, etcétera. Se trata, pues, de un pasado nada singular en el contexto de la formación de poderes en las sociedades que se ha convenido en llamar "posromanas" y en las que la cristianización es el procedimiento crucial de concebir y organizar el dominio político. Cataluña, a principios del siglo XII, tiene también límites espaciales claros. Ni las tierras de Lleida ni las de Tortosa forman parte de Cataluña. Ni sus habitantes tampoco. No había conexión social ninguna, al menos historiográficamente creíble. Bueno, excepto la conquista. Éste es el principio, que quede bien claro. Sostener lo contrario equivale a postular una Cataluña prefigurada muy lejanamente, antes de Roma, ya implicada bien en una geografía o en una biología. Claro que actualmente deben suponerse interacciones oscuras, difíciles de detallar, entre los dos supuestos. No se puede optar por uno u otro límite, no se puede decir, estaría feo, y no hay más remedio que recurrir a un ejercicio sistemático de eludir formalmente lo que se presenta como una adivinanza, o quizá como una secreta complicidad. Por ejemplo, esto empezó hace mil años. O más. En la sopa viscosa anterior, sin embargo, ya debía de estar configurado. En suma, el guión narrativo es el de la "reconquista", el de la España eterna, anterior a todo. Hay textos, que no cito, cuya irracionalidad y chulesca expresión debería producir temor y escalofrío. Una anterioridad catalana de Lleida y Tortosa supone historiográficamente una clara valencianización de la narración nacional. Es decir, los "moros" como fase accidental, efímera, en un proceso cuyo sujeto, inagotable y vivo, es una siempre difuminada articulación entre tierras y población. Después pasa lo que pasa en Valencia y en Mallorca. La lengua catalana resulta ser anterior a las conquistas, a los catalanes mismos. No pasa esto en Lleida y Tortosa, pero ha podido pasar. Los conquistadores, pues, no tienen precedentes en las sociedades que conquistan. Siempre que se buscan no se encuentran. Es burdo y pérfido el guión y mala la prosa en que se narra. ¿Islam? Hace tiempo ya que se estableció que no tiene consistencia analítica alguna hacer del islam una categoría unitaria, invariable, para ser comparada a un Occidente dinámico, tenso siempre hacia la renovación y el progreso. Este islam no existe fuera de la comparación en la que sale para siempre perdedor. ¿Cataluña? Sí, claro. Pero su guión narrativo coincide ancestralmente con el de España. Ésta es, en el fondo, la discusión sobre la posibilidad de la historia "nacional" de Cataluña. ¿Cuándo se produce la desviación del tronco, como un injerto al revés? La esterilidad conceptual a que lleva este ejercicio, como un vértigo sin fin, no debería producir perplejidad. Así que no hay solución, intelectual quiero decir. Puede ocurrir que el Estado español se vacíe de contenido, incluso que desaparezca, sin que este embrollo esté resuelto. Si esta disipación política llega a ocurrir, como es probable, esta discusión no importará más a nadie. Finalmente, se verá lo fatuo que fue, tiempo atrás, poner una y entre islam y Cataluña. Esta y señalaba justamente la cortedad de la razón.
Miquel Barceló es catedrático de Historia Medieval de la UAB.
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