Virus e incertidumbre en Latinoamérica
Con el nuevo coronavirus, igual que con el resto de amenazas epidemiológicas, haríamos bien en ponernos manos a la obra evitando la tentación dramática
Hay un nuevo virus en el mundo, y la pregunta que todos nos hacemos es la misma: ¿cuándo llegará cerca nuestro? El nCoV (siglas para “nuevo coronavirus”) nació a miles de kilómetros de Latinoamérica, en una región remota: ninguna ciudad del continente se cuenta entre las que reciben más visitas desde las provincias chinas afectadas según un estudio detallado. Y, sin embargo, las búsquedas en Google sobre “coronavirus” se han disparado en los últimos días.
En todos los casos, la alarma viene por algún caso sospechoso. Medios y audiencia están (estamos) a la caza del paciente cero latinoamericano del nCoV. Ya hemos tenido varios descartes: uno en la fronteriza Tamaulipas, otro en Cali, otro más en el norte de Argentina, varios en Brasil bajo estudio ahora mismo. Lo más probable es que dicho caso llegue, tarde o temprano. Todo avanza tan rápido que es posible que cuando lea estas líneas ya lo tengamos entre los titulares del periódico. Pero, ¿qué querrá decir eso exactamente? ¿Qué significará para la región que haya importado un virus respiratorio aún poco conocido?
El deseo de drama
Nuestro cerebro percibe mejor los riesgos si los define de manera dramática. Necesitamos un personaje (la enfermedad) y un cambio drástico en el transcurso de los acontecimientos (la rutina diaria) para ponernos alerta. Pero la enfermedad raras veces se comporta conforme a este guión hollywoodiense, por mucho que nos empeñemos en colocarla dentro del relato. Tomemos, por ejemplo, la epidemia de gripe a (porcina) nacida en México en abril de 2009. De una semana para otra, la atención del país (y del mundo entero) se volcó sobre cuatro caracteres: H1N1. Una sensación de emergencia se contagió rápidamente, como movida por impulsos eléctricos, reflejándose por ejemplo en las correspondientes búsquedas de Google. Pero la evolución propia de la epidemia fue sustancialmente más gradual.
Lo que es más: poco a poco, los equipos científicos fueron destilando el impacto real agregado del virus, imponiendo en paralelo las medidas de contención y respuesta necesarias. Al final, se trató de una enfermedad contagiosa, sí, y sorprendentemente peligrosa para los más jóvenes (cuando la gripe suele afectar sobre todo a los mayores de 65). Pero no supuso la catástrofe en mortalidad que nuestras mentes querían dramatizar: según una estimación del Centro de Control de Enfermedades de los EEUU, el H1N1 acabó con la vida de aproximadamente las mismas personas que la gripe de temporada, manteniéndose por debajo de otras pandemias en el pasado.
Nuestro cerebro, sin embargo, sigue empeñado en buscar dramas así sea en los números aparentemente fríos. Una de estas cifras, que ha captado la atención de la audiencia en las redes sociales sobre el nCoV, es el conocido como R0: la media de personas que se contagiarán desde otra ya infectada por una enfermedad. Apenas llevábamos unas semanas de epidemia cuando varios epidemiólogos sacaron sus estimaciones. Algunos se agarraron a las cifras más altas para, una vez más, hacer sonar la alarma con mensajes del estilo “cada afectado por coronavirus contagiará a tres personas”. Pero la verdad es que dichas estimaciones eran considerablemente variables. Siempre lo son: incluso con enfermedades bien conocidas, el valor del R0 cambia enormemente según el estudio.
Es apenas normal: al fin y al cabo, una enfermedad puede comportarse de manera muy distinta según el contexto social en que se desarrolle. No será lo mismo un brote vírico en un lugar sin condiciones higiénicas y de alta densidad poblacional, que en una zona rural poco habitada. Es por ello que incluso las más contagiosas, como el sarampión, ofrecen rangos enormemente amplios de contagio. Además, no olvidemos que las medias pueden ser engañosas: si resulta que el valor de contagio del nCoV en China es de 2, esta cifra es tan compatible con la idea de mil infectados transmitiéndole el virus a dos personas cada uno, como el escenario extremo de diez “super-contagiadores” que afectan a cincuenta personas más cada uno (porque su trabajo les pone en contacto con mucha gente, porque aún no había aislamiento, o por otras razones) y otros novecientos noventa que contagian a menos de una persona per capita. Mientras el primer escenario garantizaría un contagio exponencial, en el segundo el control del virus sería mucho más sencillo una vez uno identifica las condiciones que favorecen la transmisión masiva. Entre ambos extremos hay todo un mundo de posibilidades que no conocemos, y que condicionará cuándo y cómo llegará el nCoV a Latinoamérica.
En realidad, lo que nos enseñan estos números es que la incertidumbre es un aspecto ineludible cuando hablamos de epidemias. El drama es, de hecho, una manera de reducirla: si tenemos un enemigo claramente identificable, el miedo se convierte en certeza. Pero este mismo sesgo es el que nos hace menospreciar o ignorar aquellos riesgos a los que ya nos hemos acostumbrado. Incluso cuando sufren un repunte preocupante.
Las otras epidemias
Hablemos, por ejemplo, del mentado sarampión. En 2016 hubo menos de cien casos en el continente americano. Dos años después la cifra se había multiplicado por ciento sesenta: unos 16.000, contabilizados por la OMS, la mayoría localizados en Brasil. En 2019 Sao Paulo registró la primera muerte por esta enfermedad en dos décadas. La falta de cobertura de vacunación completa y eficaz fue la principal causa.
La malaria, contagiada a través de mosquitos en ciertas zonas tropicales, es otro caso de retorno de un adversario que nunca se fue del todo. Pero aquí el peso del repunte corresponde a Venezuela, que acaparó más de la mitad del total de los casos en 2017.
Curiosamente, aunque ambas enfermedades han llamado desproporcionadamente la atención en los respectivos países durante la última mitad de 2019, tanto en Brasil como en Venezuela la mirada (medida por búsquedas de Google) giró rápidamente al coronavirus a principios de 2020, confirmando que nada supera a una buena, nueva historia de miedo e incertidumbre.
Así, pese a que nuestra atención siga lógicas distintas, mientras ciertas enfermedades están muy disminuidas o casi desaparecidas en la región (el cólera es un buen ejemplo de éxito), otras se mantienen con cifras similares (tuberculosis: en torno a 280.000 casos en todo el continente americano año tras año durante todo el siglo XXI) o, como las anteriormente referenciadas, incluso recuperan terreno perdido. A la hora de buscar causas, no hay respuestas sencillas. Las enfermedades transmitidas por mosquitos ofrecen un buen ejemplo. Varios médicos venezolanos sobre el terreno se han quejado de la ausencia de fumigaciones encabezadas por el estado que otrora servían para diezmar la malaria. Pero la fumigación no lo es todo: como se preguntaba en su editorial de marzo de 2016 la revista del Instituto Nacional de Salud de Colombia, del Zika (otro virus contagiado por picaduras) en Colombia y Brasil, ¿realmente cómo de efectivo es fumigar en lugares que no reúnen las condiciones de salubridad (acueducto, recolección de basuras) mínimas? El director del Instituto de Salud y Ambiente de la Universidad del Bosque, Víctor Olano, apuntaba en un ejemplar posterior de la misma publicación la necesidad de garantizar estas coberturas mínimas en las áreas rurales como primera línea de fuego contra otra enfermedad aún presente en el continente: la fiebre amarilla.
Una reflexión similar podremos hacer en su día con el nCoV: aunque es probable que toda la atención mediática se centre en el diseño de nuevos fármacos, las medidas de control básico de proliferación (identificación temprana de casos con su correspondiente aislamiento) y el mantenimiento de sistemas inmunológicos sanos son las estrategias más eficaces, pero menos espectaculares. Igualmente, la mejor manera de prevenir que este tipo de epidemias florezcan es la implementación de protocolos higiénicos en el tratamiento de animales por parte de humanos, algo en lo que los poderes públicos también tienen mucho que decir y hacer.
Múltiples batallas
La guerra contra las epidemias no es, en definitiva, una cuestión de una sola batalla dramática por el destino de la humanidad. Tampoco lo será con el nCoV, como no lo fue con el H1N1 (que, aunque disminuido, sigue entre nosotros).
La moraleja es que, como decía el médico divulgador sueco Hans Rosling, debemos domar nuestra sed de drama y reenfocar atención, esfuerzos, dedicación hacia aquello que puede realmente tener un impacto positivo. En el caso de las enfermedades infecciosas, las vacunas, los protocolos e infraestructuras de salubridad, la investigación y la existencia de mecanismos de respuesta a nivel internacional son nuestros mejores aliados. Mientras los dos primeros puntos son los que nos ayudarán a combatir las enfermedades ya conocidas, investigación y capacidades supra-estatales son particularmente cruciales cuando estamos ante una enfermedad nueva. Consciente de ello, la Organización Mundial de la Salud acordó un marco de referencia regulatorio internacional en 2005 para asegurar el compromiso con unos estándares comunes en la región, y en el mundo entero. Año a año, la propia OMS mide el grado de implementación de las regulaciones en cada país.
Aunque hay diferencias obvias en la región, la concordancia es considerable. Existen algunos puntos preocupantes en lo que respecta a preparación, y ciertos países se encuentran llamativamente por detrás del resto. Además, es importante remarcar que estas cifras de la OMS no miden la calidad ni el estado efectivo de los sistemas sanitarios sobre el terreno. Algo en lo que, por ejemplo, Venezuela puntuaría muy por debajo del resto dado el deterioro sufrido por sus instalaciones con la crisis de los últimos años. Lo único que indican estos datos es que, sobre el papel, el continente dispone de muchas de las herramientas de gobernanza necesarias para enfrentar una nueva epidemia. Ahora bien, para saber cuál será su traducción exacta a la realidad sólo podemos esperar.
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