En la guarida del lobo nazi
EL PAÍS reconstruye la vida oculta del oficial de las SS Michael Karkoc con familiares, amigos y perseguidores
La barbería de Tom Lane acoge a todo tipo de fieras. En las paredes del local, junto a los espejos, cuelgan más de 60 animales disecados. Los trofeos, cazados por el peluquero, incluyen un león y una pantera de cuerpo entero, ñus, antílopes, un bisonte, serpientes de cascabel y hasta un babuino en actitud de atacar al visitante. Ante ese zoológico muerto se sienta una vez al mes, desde hace décadas, Michael Karkoc. El carpintero es un buen cliente del establecimiento, aunque algo aburrido. A diferencia de otros asiduos no habla de deportes ni de películas ni siquiera de los cotilleos de este barrio obrero al este de Minneapolis. Lo suyo es dejarse caer en el sillón de cuero verde y perorar de lo que más le interesa en esta vida: su patria ucrania. Suelta el discurso y luego se pone en manos de Tom. Corto por arriba y rapado a los lados. El estilo de toda la vida, el mismo que lucía cuando llegó como emigrante a Estados Unidos o incluso antes, hace 75 años cuando no era un jubilado de cuerpo frágil, sino un implacable oficial de las SS hitlerianas apodado El Lobo. Una fiera mucho más peligrosa que cualquiera de las que nunca haya cazado su amigo Tom.
Karkoc es para las autoridades polacas la bestia de Chlaniów. El comandante nazi que en el ocaso del mundo mató a mujeres, ancianos y niños, arrasó poblaciones enteras y luego desapareció de la faz de la tierra. Un aniquilador que esta semana ha sido identificado por la fiscalía “al 100%” y sobre el que ya pesa una orden judicial de arresto. “Pues mire, si vuelve por aquí, yo mismo abriré la puerta. Que le dejen morir en paz, que ya tiene 98 años”, afirma el peluquero.
Sus palabras son compartidas por muchos en el barrio. Lo piensa su vecino Gordon, a quien Karkoc arregló una ventana; el joven Raymond, que más de una vez le ayudó a cruzar la calle; algunos feligreses de la iglesia ortodoxa de San Miguel y San Jorge, cuya rectoría construyó con sus manos, y hasta antiguos camaradas de las asociaciones patrióticas ucranias. En ese pequeño universo de trabajadores medianamente prósperos, afincados en casas de dos pisos con porches para ver y ser vistos, aún le consideran más un buen ciudadano que el criminal que ha horrorizado al mundo.
“Mi padre es un patriota, solo le importa Dios, Ucrania y su familia. Jamás militó en las SS. Eso es una mentira absoluta, un montaje del KBG”, clama entre lágrimas Andriy Karkos, hijo del sospechoso. Aunque los testimonios recogidos por este diario muestran que hace dos semanas aún se movía por la ciudad, su vástago asegura que su padre sufre demencia y ha sido internado en un centro médico. “Con esta falsa acusación, el deterioro se aceleró”, dice Karkos, cuya defensa detallada ofreció en un artículo en los medios locales, titulado Mi padre no es un criminal de guerra.
Excepto su familia, nadie le ha visto en los últimos días. En la casa donde vivía, la única de una sola planta del barrio, quedan una hija que guarda silencio y un perro blanco y juguetón. Dentro, dicen los hijos, no hay nadie más. Sólo fotos de familia, recuerdos ucranios y una gran mesa de madera rojiza. Son los restos de un pasado que ahora han entrado en lucha consigo mismo. Dos hombres para una sola vida. Lejanos ambos, a veces extraños, pero que arrastran una misma carga desde finales de 1939.
En aquellas fechas, la Segunda Guerra Mundial daba sus primeros pasos y nada parecía frenar a los estandartes del Tercer Reich. Impulsado por su odio al estalinismo, Karkoc abandonó su hogar y en tierras polacas se alistó en el Ejército alemán. Con el uniforme de la Wehrmacht, participó en 1941 en la invasión de la URSS. Una locura que acabó con 20 millones de muertos. Durante esa sangría, Karkoc brilló con luz propia. Ascendió a teniente, logró una Cruz de Hierro y se ganó la confianza de los oficiales alemanes. Había nacido El Lobo, su nombre de guerra.
Llevado por las armas, regresó a su patria y fundó con otros ultranacionalistas la Legión de Autodefensa de Ucrania. Una unidad de 600 hombres encuadrada, siempre según las investigaciones, en las SS, la guardia de élite de Adolf Hitler. Arrancó entonces una vorágine que aún persigue a sus perpetradores.
La Legión hizo de la sangre su ley. Hipnotizada por la barbarie hitleriana, persiguió a los rebeldes, asesinó a mujeres y niños, aniquiló pueblos enteros. Una espiral que alcanzó a Chlaniów, en la región de Lublin (Polonia oriental). Allí, los partisanos habían matado a un buen amigo de Karkoc, el oficial de enlace nazi Sigfried Assmuss. Los alemanes exigieron respuesta. La orden fue “liquidar a los civiles”. La unidad comandada por Karkoc se hizo cargo.
El 23 de julio de 1944, según la reconstrucción de las autoridades polacas, irrumpieron en la localidad. “Estábamos en trance: quemábamos, disparábamos, destruíamos”, declararía en 1967 uno de los autores. 44 hombres, mujeres y niños fueron asesinados a sangre fría. Al aplastamiento de Chlaniów, siguieron otras poblaciones menores. “Aunque las pruebas sólo le vinculan a esta operación, hay indicios de que participó en muchas más”, explica a este periódico Ephraim Zuroff, el responsable mundial de los cazanazis del Centro Simon Wiesenthal, en Jerusalén.
El alcance de las represalias nunca se conocerá con exactitud. Tampoco el daño causado por Karkoc. Sus pasos se pierden en el caos que acompañó al final de la Segunda Guerra Mundial. Se sabe que ingresó en la 14ª División de las Waffen-SS y que en enero de 1945 cobró su soldada. Luego, el rastro se desvanece hasta que en 1949 pidió su ingreso en Estados Unidos.
Para entonces, el oficial de las SS ya era el otro Karkoc. Un viudo con dos hijos que ante las autoridades de inmigración declaró que no había cumplido el servicio militar y que había pasado la guerra trabajando con su padre. Nada se le detectó en el expediente y se le concedió la entrada.
A su llegada a Estados Unidos, acudió directamente a la rica y tranquila Minneápolis (400.000 habitantes). Apoyado por otros ucranios, halló refugio en la iglesia. Hombre trabajador, pronto se abrió paso como carpintero. Primero arreglando las casas de sus vecinos; luego en la empresa Adolfson and Peterson. “En la fábrica empezaba a las siete y acaba a las tres, comía en casa, y se ponía a trabajar de nuevo por su cuenta. Así, todos los días; en su vida no ha hecho otra cosa. No es el monstruo que dicen”, cuenta su hijo Andriy.
Como carpintero conoció a Nadia, otra ucrania desplazada. Con ella se casó y tuvo cuatro hijos. Todos acudían a misa. Los pequeños eran monaguillos; los padres, principales de la parroquia. Nadie sospechaba. “¿Cómo lo íbamos a saber?”, dice un feligrés. Karkoc era uno más en aquel grupo de inmigrantes que prosperaba en la América de los cincuenta y sesenta. El Lobo había quedado atrás. Muy atrás. O eso parecía.
El 6 de mayo de 1959, Karkoc juró como ciudadano de Estados Unidos. Ya nacionalizado, frecuentó cada vez más los círculos nacionalistas locales. Ingresó en la Organización para el Renacimiento de Ucrania. Su odio a la ocupación soviética reverdeció. Empezó a agitar la bandera, movilizó a sus vecinos, inculcó a sus hijos, pero nadie vio a la bestia de Chlaniów. Y si alguien lo hizo, calló.
Con sus ademanes francos, su trabajo de carpintero y sus buenos oficios parroquiales, el antiguo SS era visto como un modelo. A finales de los años sesenta la imagen de la familia apareció en un reportaje en los periódicos locales como un ejemplo de respeto a las tradiciones ucranias. Karkoc, confiado, no tuvo miedo en ser retratado. Tampoco lo tendría dos décadas después, cuando ya jubilado se dejó entrevistar por la escuela de periodismo local para un especial sobre supervivientes.
En aquel tiempo admiraba a Ronald Reagan y había puesto un retrato suyo en su estantería favorita. Su pasado ya quedaba tan lejano, que incluso en 1995 publicó un opúsculo con sus memorias, donde recordaba su entrada en el Ejército alemán, pero silenciaba sus lazos con las SS. En este juego de olvidos, en 2002 viajó a su pueblo natal en Ucrania y financió con su esposa un monumento a los caídos por el nazismo.
Para sus vecinos era una pequeña institución. Un tipo más bien aburrido que sólo hablaba de Dios y de la Patria, pero que había dado todo por esa comunidad de casitas de madera y emigrantes del Europa del Este. “No reconozco a Mike en la persona que usted dice que es, no me lo creo. Y ahora váyase”, dice su vecino de puerta.
Anciano, su vida se dirigía a un dulce ocaso cuando repentinamente volvió a sus inicios. Su nombre figuraba en una lista de la 14ª División de las SS y él mismo en sus memorias reconocía que había pertenecido a la Legión de Autodefensa Ucrania. Un especialista británico ató cabos y hace tres años una investigación de AP hizo público el vinculo entre la bestia de Chlaniów y el nonagenario. “Mató civiles y hay indicios que apuntan a que pudo participar en la represión del levantamiento del gueto de Varsovia”, recuerda David Rising, cuyas pesquisas dieron con el viejo carpintero.
El estallido convulsionó a la pequeña comunidad ucrania de Minnesota. Pero fue mucho más allá. La fiscalía alemana tanteó su procesamiento, aunque por la edad y su estado de salud acabó dando marcha atrás. El caso quedó en el limbo hasta que esta semana se le ha identificado por completo y un juez polaco ha ordenado su arresto. El siguiente paso será su extradición. Los parientes de Karkoc se resisten y alegan su incapacidad mental. “Pues si está enfermo, que lo revisen médicos independientes. No vale con que lo diga la familia. No hay la menor duda de quién es, y lo que es peor, aún quedan más como él”, afirma el cazanazis Zuroff.
La justicia se ha puesto en marcha. En Polonia aún sobrevive una testigo del horror de Chlaniów. Una anciana de 92 años a la que quemaron su casa y mataron familiares. En Minneápolis, la ciudad del cielo azul cuchillo, ha sido localizado el hombre que supuestamente ordenó la aniquilación. La hora del juicio ha llegado. El Lobo ya no tiene donde huir. Por delante sólo le queda su pasado.
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