La furia de la campaña desgarra la imagen del futuro Estados Unidos
Los demonios nacionales, del racismo a la misoginia, han salido a flote durante los meses de una campaña electoral larga y virulenta
Estados Unidos se mira al espejo, y el reflejo es poco amable. Los demonios nacionales, del racismo a la misoginia, han salido a flote durante los meses de una campaña electoral larga y virulenta. Toda elección presidencial, como la que el martes enfrenta a la demócrata Hillary Clinton y al republicano Donald Trump, es un psicoanálisis colectivo, la brújula que indica dónde se encuentra y adónde se dirige una sociedad. La impopularidad de ambos candidatos, los insultos y descalificaciones, el descontento con la clase política, el miedo a la fractura racial y social, y las alarmas sobre el inminente apocalipsis han dejado un país agotado y con ganas de pasar página.
La elección de un presidente de Estados Unidos es un momento único. No sólo se elige a un jefe de Estado y de Gobierno. Se elige un símbolo, al líder de la tribu, al hombre o mujer cuyo retrato colgará de las paredes en aulas de miles de escuelas en todo el país, uno de los mimbres que articula una nación de dimensiones continentales y vínculos comunes tenues pero irrompibles, como la bandera o el himno.
En 2008, cuando el demócrata Barack Obama ganó sus primeras elecciones presidenciales, los estadounidenses ofrecieron una imagen al mundo —y se la ofrecieron a sí mismos— que disparó su autoestima. Por primera vez, el país de la esclavitud y la segregación llevaba a la Casa Blanca a un hombre de origen africano, un miembro de una de las minorías más humillada. EE UU estaba en plena recesión económica y embarcado en dos guerras, pero se sentía a la altura de sus ideales fundacionales.
El candidato derrotado, el senador republicano John McCain, felicitó a Obama recordando cómo, a principios del siglo XX, la invitación a la Casa Blanca del líder negro Booker T. Washington provocó una reacción adversa. Entonces no era de recibo que un afroamericano entrase en los salones del poder. “Hoy América está muy lejos de la intolerancia cruel y orgullosa de aquel tiempo”, celebró McCain. “No hay mejor prueba que la elección de un afroamericano a la presidencia de Estados Unidos”.
Ocho años después, el partido de McCain ha presentado a un candidato propenso a proferir comentarios “crueles y orgullosos”, por usar los adjetivos de McCain, sobre hispanos, mujeres y musulmanes. El fantasma del racismo —el trauma primigenio de la primera potencia mundial— parecía desparecido para siempre. Pero la sintonía con aspirante republicano a suceder a Obama de grupos extremistas de la nueva derecha alternativa —la denominada alt-right— o con viejos grupúsculos en la órbita del Ku Klux Klan ha destapado la realidad desagradable. El racismo nunca se marchó. Y el fenómeno Trump —el candidato que inició la campaña calificando a los inmigrantes mexicanos de criminales y violadores, la continuó prometiendo vetar la entrada a EE UU de musulmanes y la acaba con un anuncio con tonos antisemitas— ha ofrecido al mundo, y a los propios estadounidenses, una versión del país que muchos habrían preferido no ver.
Sólo otra figura política se acerca en impopularidad a Trump, y es su rival demócrata Hillary Clinton. Clinton puede convertirse en la primera mujer presidente, después de 44 hombres, pero hace soñar a pocos y en cambio es para medio país un viaje al pasado, al de la presidencia de su marido Bill Clinton y la nebulosa de investigaciones y sospechas que la rodearon. Frente al mensaje claro y simple de Trump, la candidata demócrata no ha presentado un programa ilusionante, un proyecto de país. Le falta the vision thing, lo de la visión, como decía con desgana otro político pragmático y con dificultades para articular una visión de futuro, el presidente George H.W. Bush. Seguramente era inevitable, pero el mensaje demócrata para movilizar a sus votantes ha sido alertar del peligro que el candidato republicano representa para la democracia.
Trump ha sido más estridente y ha traspasado más límites que cualquier otro aspirante serio a la presidencia en los tiempos recientes. Ha dibujado un país al borde del derrumbe, aterrorizado por la delincuencia e invadido por hordas de extranjeros, una potencia en declive que era el hazmerreír del resto del mundo. Millones de estadounidenses, entre ellos menores de edad, le han visto burlándose de un periodista discapacitado, le han escuchado ofendiendo a mujeres y a excombatientes como McCain, o llamando criminal a Clinton y prometiendo llevarla a la cárcel. La escena de los delegados convención del Partido Republicano, en julio en Cleveland (Ohio) coreando ‘enciérrenla, enciérrenla’ no es el reflejo más edificante de una democracia que se quiere modélica.
“Cada cuatro años los americanos se informan a sí mismos sobre quiénes son y dónde están en el espectro de la tradición y la aspiración que normalmente enmarca nuestras políticas”, ha escrito la novelista Marilynne Robinson, amiga y sparring intelectual de Obama. Y así es: esta elección es una radiografía del país: sus obsesiones y sus traumas, sus miedos y sus esperanzas. Esta vez, al contrario que en 2008, Estados Unidos se ha vuelto a mirar en el espejo y no se ha gustado nada.
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