Con o sin ‘Brexit’, no “más Europa”
Pase lo que pase en el referéndum del Reino Unido, cunde el recelo ante la UE, un proyecto desgastado por la crisis
Con Brexit —si en el referéndum del 23 de junio los británicos deciden salirse de la UE—, o sin él —si gana el remain (quedarse)—, no parece, pese a que sería necesario, que en el futuro cercano vaya a haber ningún gran salto adelante en la integración europea, desde luego no en la llamada unión política. Porque los Gobiernos están cansados, y se ven presionados por movimientos antieuropeos. Porque las sociedades también están agotadas, tras estos años de austeridad, de paro, de reducciones salariales y una recuperación débil. Porque hay una caída de las clases medias. Porque en algunos países pequeños y grandes pesa también el temor a la pérdida de identidad, ante la inmigración o la ola de refugiados. Todo ello con una creciente desconfianza en las élites tradicionales y una visión de que la integración europea ya no es un bonito juego de suma positiva en el que todos ganan.
Si triunfa la opción de la salida, en el Consejo Europeo inmediatamente posterior habrá mucho ruido ante el golpe a la credibilidad y el peso internacional que habrá recibido la UE. Antes que pensar en cómo negociar, con enormes dificultades, la salida británica, cundirá el pánico y los líderes querrán salvar al menos lo que existe, que ya es mucho en términos históricos. Pero no hay ganas de mucha más Europa. La canciller alemana, Angela Merkel, y el presidente francés, François Hollande, se reúnen la próxima semana en Verdún, donde se libró 100 años atrás la más mortífera batalla de la absurda I Guerra Mundial, y avanzarán algo en sus tímidos planes, a presentar a fin de año, para reforzar la Eurozona. Pero, por lo que se sabe, no será nada revolucionario, ni llegará siquiera a lo que proponía el Informe de los Cinco Presidentes de las instituciones de la UE en junio de 2015.
En 2017 hay elecciones en Francia y Alemania, por lo que parece difícil que haya un cambio en los tratados antes
Entre 2010 y 2012, empujada por la crisis económica, de la deuda y del euro, la Eurozona realizó avances considerables, esencialmente en materia de coordinación fiscal y de unión bancaria. Pero se paró ante una garantía común de los depósitos, y sin un presupuesto europeo suficiente para acompañar la unión monetaria. Solo lo compensó en parte la expansión cuantitativa y la bajada de tipos de interés impulsados por Mario Draghi desde el Banco Central Europeo. Sí, vino el Plan Juncker de 315.000 millones de euros en infraestructuras y otras inversiones en la economía real, pero en gran parte privadas (aunque garantizadas), dada la escasez de fondos públicos, desde luego europeos.
Nicolas Sarkozy, aspirante a volver a ser candidato a presidente desde Los Repúblicanos, antes UMP, hablaba esta semana en unas declaraciones a Le Monde no de “reformar” (es alérgico a esa palabra) Europa, sino nada menos que de “refundar profundamente el proyecto europeo”, en 2017, con un núcleo duro de los que quieren avanzar más, un parlamento propio para la Eurozona, un “gobierno de Schengen”, y limitaciones en las prestaciones sociales a los inmigrantes. En parte, lo que ya hay, y en parte fuegos artificiales.
En 2017 hay elecciones complicadas en Francia y en Alemania, por lo que parece difícil que ocurra nada significativo antes. Desde luego no un cambio en los tratados que necesitaría pasar por referendos en varios países. En el país vecino, Marine Le Pen contamina el debate con su discurso antieuropeo. En Alemania, aunque los democristianos se mantienen, sus socios socialdemócratas en el Gobierno están cayendo en los sondeos y en las elecciones regionales, mientras crece la antieuropea AfD, que Merkel necesita mantener a raya.
Sí los británicos deciden quedarse, se producirá una sensación de alivio. Tendrá entonces que negociar cómo articular el acuerdo del Consejo Europeo del pasado 19 de febrero en el que se prometieron revisiones en materia financiera (no discriminación de la City de Londres respecto a las decisiones de la Eurozona y relaciones de los de fuera con los de dentro), de competitividad (mercado único), de soberanía (un mayor papel en los asuntos europeo para los parlamentos nacionales), de inmigración (limitación al acceso de algunas prestaciones sociales) y la separación británica del principio (incorporado en 1992) de avanzar hacia una “unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa”. Aunque, se le ha dicho a Londres que la libre circulación de trabajadores en la UE es sacrosanta, si bien no el acceso a la igualdad de prestaciones sociales.
El problema no es solo el Reino Unido, sino que quieran apuntarse a estas modalidades otros países que han caído en el euroescepticismo como Polonia, Hungría, o incluso Austria —que hoy puede, en segunda vuelta, elegir a un presidente de extrema derecha y antieuropeo, Norbert Hofer, del Partido de la Libertad—. Muchos de estos países no solo no creen en la UE, de la que se están beneficiando, sino que temen diluir en ella y con la inmigración su identidad y perder una ilusión de soberanía recuperada tras el fin de la Guerra Fría. No solo se niegan a un sistema de cupos obligatorios de refugiados, sino a que el control de las fronteras externas de la UE acabe saliendo de la soberanía nacional. A la división Norte-Sur se ha añadido en la UE esta otra Este-Oeste.
El malestar antieuropeo no es nuevo. Ya en 2005 los franceses y los holandeses rechazaron en sendos referéndum la Constitución Europea. Es parte de la reacción contra la globalización y sus efectos. Pero la crisis que empezó en 2007-2008 y la forma de afrontarla, hizo que el antieuropeísmo avanzara.
Aunque sea importante, hablar de instituciones importa poco a la gente. Con Brexit o sin él, si la UE quiere no solo no retroceder sino avanzar, tiene que dirigirse a las sociedades y a los ciudadanos, a quienes ha abandonado en los últimos tiempos. También hacia afuera, hacia su vecindad. Pues no será a base de muros y buques que Europa impedirá la inmigración en una de las fronteras con mayor desigualdad del planeta, además de los efectos de las guerras de Siria, Libia, Afganistán y otras. De ello se viene hablando hace lustros, pero incluso el llamado Proceso de Barcelona (luego Unión Euromediterránea, otra denominación fantasma que impuso Sarkozy) ha decaído. Europa se recuperará si consigue impulsar una nueva idea de solidaridad hacia adentro, y hacia afuera. Pero, de momento, no hay apetito para ese plato.
Andrés Ortega es investigador sénior en el Real Instituto Elcano.
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