David Cameron: político sin sangre
Su punto débil es que la población lo clasifica como un miembro de la superélite británica
A David Cameron, el primer ministro británico, le traicionó el subconsciente durante un par de discursos electorales la semana pasada. El primer error del líder conservador consistió en recomendar a sus oyentes que se hicieran fans del West Ham United, cuando siempre había sostenido que su equipo de fútbol favorito era el Aston Villa. El segundo fue declarar que las elecciones generales que se celebran el jueves definirían su “carrera” antes de rápidamente corregirse y decir que definirían al “país”.
Pocos comentaristas resistieron la tentación de someter los dos fallos de Cameron a una interpretación psicoanalítica. Fueron clásicos lapsus freudianos, se dijo, delatores de verdades que uno prefiere ocultar. El problema para Cameron, que tiene 48 años, fue que en ambos casos pareció haber corroborado las dos principales críticas que se le hacen dentro y fuera de su partido: que pese a sus intentos de construir una imagen que lo identifique como a man of the people –una persona normal con su equipo de fútbol y tal– no puede disimular la realidad de que sigue perteneciendo a la casta privilegiada en la que nació; y que no está en la política tanto para cambiar el mundo como para alimentar su vanidad y su currículum.
El punto débil de Cameron como político es que en un país donde las diferencias entre las clases sociales son más marcadas que en ningún otro lugar de Europa, la población lo clasifica como un toff, un miembro de la superélite británica que hizo sus estudios en la escuela privada más exclusiva del Reino Unido, Eton College, se educó en la universidad de Oxford y se casó con una mujer cuyo padre fue un terrateniente aristocrático. Abre la boca y, aunque no cometa ningún lapsus, su acento lo traiciona. El hecho trágico de que su hijo primogénito naciera con una enfermedad cerebral congénita y muriera en 2009 a los seis años no consiguió generar la suficiente simpatía como para cerrar la brecha social que lo aparta de muchos millones de sus compatriotas.
En Escocia, donde al partido conservador prácticamente ha dejado de existir, lo ven como el estereotipo del pérfido inglés -condescendiente, hipócrita, displicente. Para muchos ingleses, galeses e irlandeses del norte, especialmente los de la clase obrera, es un ser ajeno y distante con el que jamás se podrían identificar y por quién mucho menos podrían votar.
Cameron, en resumen, tiene techo electoral. Por bien que vaya la economía, por eficaz que pueda ser su proyecto de gobierno, el partido conservador tiene un poder de persuasión limitado con él como líder. La realidad, por ofensiva que resulte para los sectores más solemnes del mundo político profesional, es que la reacción visceral de los votantes hacia los líderes como personas tiene igual o más peso que los detalles de sus programas económicos, incomprensibles para una amplia proporción de la población. Lo cual explica en parte que, pese a que el desempleo ha caído al 5,6% y la economía británica crece más que cualquier otra en Europa, todas las encuestas indiquen que el partido que ha gobernado durante los últimos cinco años no va a conseguir una mayoría absoluta el jueves.
Frustrados, varios miembros de su propio partido o votantes tradicionales de los tories se quejan de que a Cameron le falta sangre. A diferencia de la gran heroína conservadora Margaret Thatcher, no transmite la sensación de poseer fuertes convicciones. La única iniciativa por la que ha luchado con vigor durante los últimos cinco años ha sido la legalización del matrimonio gay, loable pero no exactamente una causa tory tradicional.
A diferencia de la gran heroína conservadora Thatcher, no transmite la sensación de poseer fuertes convicciones
Más pragmático que visionario, Cameron cometió la indiscreción hace unos años de declarar que deseaba ser primer ministro porque “lo haría bien”. Tan mal no lo ha hecho, tomando en cuenta la crisis que heredó cuando llegó al poder en 2010 y las limitaciones que tienen todos los gobernantes a la hora de influir en el rumbo de las complejas economías modernas. Aunque gente que le conoce dice que a veces se excede a la hora de delegar responsabilidades y que tiende a ser vago (Thatcher dormía cuatro horas cada noche; Cameron se acuesta a las 10 y se despierta a las 5.45), pocos le acusan de ser un mal administrador. Y para aquellos en los que no provoca rechazo de piel ha sido un buen comunicador, al estilo de Tony Blair, con quien muchos lo comparan aunque no posea la personalidad mesiánica del antiguo primer ministro laborista. No es casualidad que el único cargo que ha tenido fuera de la política fuera, entre 1994 y 2001, el de director de asuntos corporativos de una empresa de relaciones públicas.
Tim Bale, profesor universitario y autor de dos libros sobre la historia del partido conservador, ha dicho que Cameron es un “superportavoz” pero “uno tiene la sensación de que su energía y su atención al detalle están en otro lugar”. Ese otro lugar es su hogar. A diferencia de otros políticos triunfadores, la gran prioridad de su vida, más que comprensible tras la tragedia que vivió, es su familia: su esposa y sus tres hijos. Lo cual ayuda a explicar por qué, para desesperación de muchos miembros de su partido, durante la campaña electoral actual ha transmitido muchas veces la impresión de que, habiendo ya cumplido con su objetivo de ser primer ministro, no le importa demasiado la posibilidad de perder las elecciones y retirarse a su casa en el campo a disfrutar de dos de sus grandes pasiones, una larga comida dominical seguida de un bueno paseo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.