Bulgaria, bajo la bandera de la ‘ecoglasnost’
El aliado más fiel de la URSS ha protagonizado una transición pacífica, pero lastrada por la ineficacia de las reformas
En un cuarto de siglo, Bulgaria ha pasado de ser el aliado más fiel de la Unión Soviética al farolillo rojo de la Unión Europea, así que no es de extrañar el descontento de la ciudadanía, que ya en 2009, víctima de una fatiga reformista, consideraba que bajo el comunismo se vivía mejor. Ese año, cuando a diferencia de otros vecinos del Este los búlgaros celebraron sin pena ni gloria el vigésimo aniversario de la caída del Muro, el grado de aprobación de la transición de la dictadura a la democracia había caído 24 puntos, hasta un raspado 52%, desde una satisfacción inicial del 76%, según un informe de Pew Research. La sensación de que el proceso, pacífico pero extenuante, aún no ha terminado se traduce en la larga cadena de huelgas y movilizaciones y, por ende, en la inestabilidad política que acarrea el país, en especial desde la caída del Gobierno conservador de Boiko Borisov en febrero de 2013, a consecuencia precisamente de una oleada de protestas por el alto precio de la luz.
Como no podía ser de otra manera, tratándose del discípulo más aplicado del Kremlin, el dictador Todor Yivkov —líder desde 1954, decano de los dirigentes del bloque soviético— renunció al poder sólo un día después de que cayera el Muro. Pero lo hizo a regañadientes, inducido por Moscú y arrollado en la práctica por un golpe de Estado palaciego de funcionarios que, bajo distintas siglas, se las arreglaron para permanecer en el poder hasta 1997. La metamorfosis fue automática: al partido único (900.000 militantes en una población de casi nueve millones) le llevó semanas reconvertirse en el Socialista de Bulgaria (PSB) para, de la mano del también reciclado Petar Mladenov, nombrado presidente en abril de 1990, ganar las primeras elecciones libres dos meses después. La autosucesión comunista —similar a la de sus correligionarios rumanos tras el final abrupto de Ceaucescu— fue agrietándose con la progresiva aparición en escena de partidos de centroderecha. El GERB, liderado por Borisov, ha resultado el más exitoso, si bien incapaz de lograr una mayoría suficiente en las últimas elecciones de octubre.
En los días de la caída del muro de Berlín, junto a tiendas desabastecidas, olores rancios, químicos; oscuridad y silencio insondables y cirios encendidos en una repentina epifanía de las iglesias, el aire en las ciudades búlgaras –con Sofía, la capital, a la cabeza- tenía la presencia amenazante de un manto de ceniza. La contaminación, principal legado de la industrialización forzosa, desempeñó un papel notorio en las pacíficas protestas que coadyuvaron al final del régimen. Porque la primavera búlgara, la preustroitsvo (perestroika), tuvo su marca propia, la ecoglasnost, nombre de la organización que enarboló la bandera medioambiental y vehiculó el hastío social sacando a las calles de Sofía hasta a 50.000 personas en noviembre de 1989.
Durante años, las dos plantas metalúrgicas que rodeaban la capital descargaron toneladas de partículas contaminantes sobre la ciudad; un informe del propio Partido constataba que casi el 60% de la tierra cultivable del país era ponzoñosa. Cuando los comunistas tomaron el poder, en 1944, Bulgaria era una sociedad agrícola. En 1989, el 60% de la población vivía en las ciudades. En su libro La primavera del Este, Manu Leguineche recogió el testimonio de Ana, una vecina de Sofía que sufría graves dolores de cabeza cada vez que salía al campo: “Fui al médico y me dijo que la ausencia de contaminación me afectaba; que les pasaba a muchos de los habitantes de Sofía, que les perturbaba la ausencia de contaminación, la limpieza del aire”, relata.
El modelo de industria pesada derivado de una economía estatista ha dejado una huella indeleble, y condicionado incluso el ingreso del país en la UE, en 2007: Sofía tuvo que cerrar cuatro de los seis reactores de la planta nuclear de Kozloduy, que produce un tercio de la electricidad del país, como precio por la incorporación al club europeo.
Pero las manifestaciones que jalonaron el fin del régimen no fueron sólo de índole ecológica; o, como en los países del entorno, política. Muchos de los manifestantes que en el otoño de 1989 se echaron a las calles lo hicieron por derechos civiles tan básicos como la supresión del impuesto a la soltería. El régimen penalizaba a los solteros para incitarlos al matrimonio y la procreación, con objeto de contrarrestar la pujanza demográfica de la minoría turca (el 10% de la población); pero también imponía tasas por tenencia de animales domésticos, esas manifestaciones tan afectas al surrealismo socialista. Hasta la cera de los cirios estaba prohibida, mientras las gacetas eclesiásticas celebraban los aniversarios de Lenin y los monasterios ortodoxos eran reconvertidos en hoteles.
El comunismo xenófobo de Yivkov se perpetuó al grito de “turcos a Turquía”. Y el malestar de la mayor minoría étnica de los Balcanes contribuyó a su manera a la caída del régimen. En 1984, los “musulmanes búlgaros”, como eran denominados —mentar al turco era mentar la bicha, tras cinco siglos de dominación otomana—, fueron conminados a cambiar sus nombres originales por otros eslavos; se les prohibió hablar su idioma y la práctica de la circuncisión. En mayo de 1989, protagonizaron la mayor manifestación contra el régimen desde la guerra, que la policía reprimió a tiros, y en agosto, rendidos a la evidencia de un poder aún omnímodo, iniciaron un éxodo que sacó del país a más de 320.000 personas. Sin embargo, desde la caída del Muro, el partido de la minoría turca Movimiento por los Derechos y las Libertades (DPS) es clave en la formación de Gobierno, como demuestran los resultados de las últimas elecciones.
Desde el ingreso de Rumanía y Bulgaria en la UE, Bruselas mira con lupa todo lo relacionado con la corrupción y el crimen organizado, dos fenómenos que, para muchos, han eclosionado con la transición. Pero no ha sido así: ya en tiempos de Yivkov la estación central de tren de Sofía era el dorado del contrabando en la Europa del Este. El Istanbul Express llegaba cada mañana con una nueva provisión de mercancías, de medias de seda o vaqueros a medicinas, licores o perfumes falsos. Y en el bazar de Bitaka, a ocho kilómetros de la capital, se podía comprar de todo, “de una piedra de mechero a un misil nuclear”, cuenta Leguineche en el citado libro
Pero ese menudeo destinado a suplir carencias o fantasías de mercado era un juego de niños en comparación con los fraudes a gran escala que se multiplicaron con la liberalización económica. La insuficiencia de las reformas para atajar la corrupción y el crimen organizado provocó una airada respuesta por parte de la UE, sobre todo tras el asesinato, en 2008, de dos conocidos capos mafiosos, uno de ellos factótum de la industria nuclear, lo que destapó un escándalo de venta de secretos de Estado a bandas criminales. De hecho, la Comisión Europea suspendió ayudas por valor de cientos de millones de euros por la ineficacia del Gobierno para sanear la vida pública y combatir el crimen.
Durante la etapa comunista, en fin, Bulgaria se significó entre los países de su entorno por su fidelidad al Kremlin hasta el punto de ser conocida como la 16ª República de la URSS. Buena parte de ese agradecimiento se debió a la entrada del Ejército Rojo, que en 1944 protagonizó la "segunda liberación" del país al poner fin a tres años de ocupación nazi. En 1878 los rusos habían sido responsables de la primera, al liberar a Bulgaria del yugo otomano. Ese vínculo fraterno no se vio correspondido, empero, con un protagonismo relevante en la órbita soviética, y sí con un papel modesto, incomparable, por ejemplo, con el liderazgo internacionalista de Yugoslavia o con el glamour de la intelligentsia checa.
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