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Un cementerio llamado Iguala

Los campesinos que se unieron a la búsqueda de los 43 estudiantes desaparecidos encuentran un monte plagado de cadáveres anónimos

Juan Diego Quesada
Un hombre cava en una fosa en busca de los estudiantes desaparecidos. / SAÚL RUIZ
Un hombre cava en una fosa en busca de los estudiantes desaparecidos. / SAÚL RUIZ

Un hombre con la camisa empapada de sudor cava un hoyo entre unos matorrales. Otro que observa la escena, con casco y chaleco fluorescente, cree haber visto algo: "Eh, para. Un momento". Agarra un hueso, lo posa en una piedra y explica a los que están arremolinados en torno al agujero: "Esta persona tuvo que ser asesinada hace dos o tres años. Lo trocearon con un machete. Pueden ustedes observar el corte limpio". Los cerros que rodea la ciudad de Iguala, donde desaparecieron 43 estudiantes mexicanos hace tres semanas, están sembrados de cadáveres anónimos.

Estos hombres de manos ásperas, provistos de picos, palas y machetes, son los policías comunitarios de Guerrero. Campesinos, obreros, granjeros, gente humilde en general levantada en armas por los nexos entre las autoridades de los pueblos de alrededor y el narcotráfico. Esta tarde calurosa en la que apenas corre el aire lucen, vestidos con sandalias y sombreros, como una remanente del ejército de Pancho Villa. Hace un rato subían al monte en camionetas y los vecinos los jaleaban por el camino: "¡Encuentren a esos muchachos, carajo!".

Los comunitarios se han unido a la búsqueda de los estudiantes y en su rastreo por las montañas se han topado con una verdad enterrada hasta ahora. Donde estamos, una zona semiselvática, ha sido durante años un patíbulo al que los sicarios del cartel local, los Guerreros Unidos, arrastraban a sus víctimas. " Los obligaban a cavar su propia tumba. Imagínese usted aquí en medio de la oscuridad sabiendo que se lo van echar. Se me pone la piel chinita de pensarlo", explica Miguel Ángel Jiménez, el hombre a cargo de la expedición.

"No hay que buscar profundo. Los sicarios son huevones. Si fueran trabajadores no matarían”

Jiménez va en avanzadilla abriéndose paso con un machete. Cuando encuentra tierra removida le pide a los suyos que se afanen con el pico y la pala. "No hay que buscar profundo. Los sicarios son huevones. Si fueran trabajadores no matarían", señala. La instrucción es que si encuentran algún resto óseo dejen de cavar para no alterar la escena del crimen. Tomás Pineda, un instructor de maquinaria pesada que viste como Bob El Constructor, está a punto de acordonar una fosa tras toparse con un resto que cree humano. Sin embargo, observa con detenimiento el hallazgo y cambia de opinión: "Creo que se trata de un hueso de pollo". "Compadre, las manos de pollo y persona son muy parecidas. No descarte nada", le rebate otro comunitario. La discusión queda en el aire.

Un anciano de gafas y sombrero hace de guía entre el follaje. Sidonio tiene 79 años y una casita cerca del cerro. Las mañanas las dedica al campo y las noches a ver la televisión con su esposa. El matrimonio está enganchado a una telenovela en la que una sirvienta va enamorando, poco a poco, "al señor de la casa", casado con una mujer que le hace la vida imposible. La trama quedaba algunas noches interrumpida por el ruido de los coches que subían la ladera. "Se imagino uno a lo que iban pero en esta ciudad es mejor no andar de chismoso", añade Sidonio.

Días atrás, los comunitarios creen haber estado cerca de los narcotraficantes. Iguala está tomada por la policía federal y el ejército y una teoría es que los sicarios podrían estar escondidos en el monte. Jiménez dice ser capaz de escuchar el murmullo de un río a 120 metros. A esa distancia cree que escuchó en una loma cercana lamentos, quejidos, "como alguien que está sufriendo mucho". "Nomás con cinco del calibre 22 nos aventaríamos a ver qué era pero íbamos desarmados (las autoridades les confiscaron las armas para dejarles participar en la búsqueda)", cuenta.

Donde estamos, una zona semiselvática, ha sido durante años un patíbulo al que los sicarios del cartel local arrastraban a sus víctimas

El paradero de los jóvenes de Ayotzinapa, una escuela de formación de profesores rurales, es un misterio. La principal hipótesis es que la policía municipal de Iguala detuvo a los 43 estudiantes tras de una refriega en la que murieron seis personas la noche del 26 de septiembre. En comisaría los muchachos fueron entregados a sicarios, quienes los ejecutaron y enterraron. Las autoridades han encontrado 10 fosas con cuerpos pero los análisis de ADN descartan que sean de los estudiantes. Los comunitarios, por su lado, han encontrado nueve fosas más que no han sido analizadas.

En junio, cerca de aquí encontraron 17 cuerpos. Nadie los identificó y semanas después fueron a parar a una fosa común. Ese es el probable destino de los cadáveres que van encontrado a su paso los comunitarios. Tras excavar cinco hoyos esta tarde, Jiménez llama por teléfono a un contacto de la policía estatal de Guerrero para informarle de lo hallado. Un comandante se presenta a los 15 minutos. Su camisa abierta deja ver un crucifijo colgado del pecho. Le acompañan tres hombres armados con fusiles. Los policías merodean por los agujeros sin rumbo fijo. El comandante zanja el asunto con una frase enigmática: "Ahorita nos ocupamos".

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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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