No es William Wallace, es Karl Marx
El secesionismo escocés se basa más en reivindicaciones sociales que nacionalistas
De los altavoces de un coche con las ventanillas abiertas, detenido en un semáforo de Dumbarton Road, sale a todo volumen el himno del trovador marxista inglés Billy Bragg Esperando el Gran Salto Adelante. Y parece la banda sonora perfecta para el ambiente de expectación que se respira, un mediodía del último fin de semana antes del referéndum sobre la independencia de Escocia, en este pequeño parque del barrio trabajador de Partick. Uno de cada dos sábados, este lugar, enclavado entre la burguesa zona alta de Glasgow y las viviendas sociales de los obreros de la maltrecha industria naval, acoge una humilde feria agrícola, hoy salpicada con banderines de color azul y blanco que ondean al viento una misma palabra: Yes.
Calum McLeod y Chris Pendergost, de 27 y 28 años, llevaban pañales cuando Bragg escribió esa canción que, desde el semáforo de la esquina, idealiza una revolución socialista. Tampoco tenían uso de razón cuando Margaret Thatcher hundió para siempre al partido conservador a este lado de la frontera. Pero sí recuerdan “la guerra de Irak, el nuevo laborismo, la crisis bancaria y muchas otras cosas”. Por eso están haciendo campaña por el sí.
Se conocieron estudiando gaélico escocés en la universidad. Hablan la lengua y aman la cultura de su país, pero aquí, coinciden los dos, “no se trata de identidad sino de ideología”. “El debate no es de dónde venimos, sino adónde vamos”, explica Calum, asistente de un diputado del SNP, el partido nacionalista de Escocia. “La independencia es la única manera de asegurarnos el ser gobernados por aquellos a los que hemos votado. No se trata solo de echar a este Gobierno tory. Se trata de no someternos a ningún Gobierno al que no hayamos votado”.
En 2010, Escocia solo eligió a un tory entre los 59 diputados que representan al territorio en Westminster, lo que permitió a algún nacionalista apuntar que hay más osos panda en Escocia (dos, en el zoo de Edimburgo) que diputados conservadores escoceses. Pero para Chris no se trata solo de esta legislatura, sino de “diferentes maneras de ver las cosas”. “No hay más que fijarse en el Parlamento de Westminster y el de Holyrood. Yo sería más feliz con uno como el de Holyrood. Westminster es un monstruo viejo, como un club de hombres; es medieval. Se parece a Oxford y Cambridge. Son una élite, y muchos no estamos cómodos con esa élite”.
Jóvenes, universitarios y de clase trabajadora, Calum y Chris representan al bastión del sí a la independencia. Los jóvenes de 25 a 34 años constituyen, según la encuesta publicada el pasado sábado por The Guardian, el grupo de edad más inclinado hacia el sí: un 57% elegiría la separación. Su voto tiene que ver con el rechazo, compartido en otros países de Europa a la clase política tradicional. “Yo no podría haber ido a la universidad si no fuera porque el SNP eliminó las tasas” explica Calum. “Ahora tengo un buen empleo y no puedo comprar una casa. Si quisiéramos tener hijos, mi pareja o yo tendríamos que dejar de trabajar. Los bancos de alimentos están llenos de gente que trabaja y no puede dar de comer a sus hijos. El ‘éxito de 300 años de unión’, con el que se llenan la boca los de Westminster, no permite a la gente alimentar a sus hijos”.
En una esquina del parque, un escaparate exhibe decenas de tarjetones con argumentos manuscritos a favor del sí y del no. Esto es Unlimited Studio, un espacio de arte “abierto a la calle” que gestiona la arquitecta Monica McCarey. Hace unas semanas, decidieron invitar a los vecinos a rellenar tarjetas con las razones de su voto y exhibirlas. En la particular encuesta de su escaparate, el sí arrasa con más de un 70% de los tarjetones. Hija de votantes laboristas, Monica, de 52 años, reconoce que ella también les ha votado. Pero también a los Verdes y al SNP, “depende de en qué elección”. En esta ocasión votará por el sí. Cerca de un tercio de los simpatizantes laboristas harán como ella, según las últimas encuestas. “No es aceptable lo que ha pasado con los bancos, la guerra, la pobreza…”, explica. “Y el asunto de los Trident [el SNP ha prometido retirar de Escocia las bases de submarinos nucleares] también es importante para mí. Lo que tenemos no es suficientemente bueno y no debemos quedárnoslo solo porque haya existido 300 años. Toda la gente creativa que conozco está con el sí. Quizá porque somos idealistas”.
Eso que Monica llama idealismo es, para muchos otros, una especie de una repentina locura colectiva. “Cómo una nación se ha vuelto loca", titulaba The Economist su más influyente columna de opinión en su última edición. Tras el espectacular aumento del sí en los sondeos de la recta final de la campaña, políticos de los tres partidos tradicionales se preguntan cómo Alex Salmond, el brillante líder del SNP, ha logrado convencer a la mitad de los escoceses de que los tories y los unionistas son una misma cosa. Cómo ha logrado, tan hábilmente, conectar un sentimiento generalizado de frustración con el viejo pulso nacionalista. Cómo pueden despreciar las advertencias de empresarios y políticos de que la separación tendría irreparables consecuencias para ambas partes. Y, en un inesperado cambio de papeles, son ahora los unionistas quienes apelan al corazón y no al bolsillo.
Rory Stewart, aunque escocés, es diputado tory por la región fronteriza inglesa de Pernith and The Border. En una charla con un pequeño grupo de periodistas extranjeros el pasado jueves en Londres, Stewart defendía que “el debate debe ser sobre la identidad”. “No es una cuestión de la moneda o del petróleo, sino de si te sientes solo escocés o escocés y británico”, explica. “El SNP quiere retratarse como una fuerza progresista, pero no lo es: es un partido nacionalista reduccionista. Lo que dicen es que los escoceses somos distintos y mejores. En el fondo, defienden que los ingleses nunca podrán votar a la izquierda porque son xenófobos por naturaleza. Es así de simple. Hablan de la sanidad, de la educación… y son competencias que ya tienen transferidas. La independencia no es un ingrediente indispensable para lograr determinadas políticas sociales. El que no te guste lo que hizo Thatcher no debería ser razón para romper un país”.
Atardece en Glasgow y ríos de vecinos con sillas plegables se dirigen al parque donde se celebra The Last Night of The Proms, el tradicional cierre al festival anual de música clásica que organiza la BBC durante el verano. La Last Night se celebra simultáneamente en varias ciudades y concluye con una serie de piezas de exaltación patriótica británica. Pero esta noche, en Glasgow, se anuncia un pequeño cambio en el programa. La Orquesta Sinfónica Escocesa de la BBC se saltará Rule, Britannia! y, en su lugar, la banda de gaiteros The Red Hot Chili Pipers interpretará Highland Cathedral.
Un poco más allá, en la calle de Jamaica, un garito rockero ha organizado una velada por la independencia. Una esforzada cantautora ocupa el escenario lleno de globos azules y blancos. En el puesto de recuerdos no se ve a William Wallace, el héroe escocés que lideró a su país contra la ocupación inglesa. No está Mel Gibson con faldas, ni siquiera el Renton de Transpotting lamentando que su país “se ha dejado colonizar por unos soplapollas”. Pero sí hay un joven de Cardiff que se sube al escenario, agarra el micrófono y, tras disculparse por su acento galés, suelta su arenga marxista: “Toda la clase trabajadora del mundo está mirando aquí, a nuestra revolución democrática, a la revolución que va a suceder en las urnas el jueves. Somos gente que lucha contra los recortes, contra la austeridad. Esto no es nacionalismo, es socialismo”.
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