Crónica de un día de feria en una cárcel de mujeres mexicana
EL PAÍS recorre el interior del penal de mujeres de Santa Martha, en la Ciudad de México
A la hora del almuerzo en el penal de mujeres de Santa Martha, en el oriente de la Ciudad de México, las presas reciben un vaso de plástico rojo con agua. Es uno de los dos únicos vasos que reciben en todo el día. "No te dan, la que quiera más tiene que comprar", explica una. La vida en la cárcel no sale gratis. Las 1.635 presas que viven en el penal, según datos de enero la Secretaría de Gobernación, no tienen acceso ni siquiera a jabón para ducharse o lavar la ropa. En la cárcel todo se compra, y todo se vende. Desde la más mínima higiene.
La entrada hasta el interior de este penal es tensa. La lista de colores prohibidos en la ropa es interminable. Ni de azul, ni de negro, marrón, beige, blanco, tampoco verde. Se supone que es para no confundir a los externos con las presas, que solo pueden vestir de dos colores. Las que ya han recibido sentencia van de azul marino, mientras que las que esperan condena visten beige de los pies a la cabeza. Pero todo es un poco aleatorio, si el guardia de la puerta considera muy oscuro un pantalón gris y dice que no pasa, es que no pasa. Por si acaso, una camioneta en la puerta del penal renta ropa con los colores “permitidos” por 10 pesos.
En la fila de acceso unos carteles advierten al visitante: "No aceptes la mordida [soborno para conseguir algo legalmente gratuito]. Las autoridades queremos cambiar las cosas. Todos las instalaciones son gratuitas". En unos minúsculos cuartos de no más de un metro cuadrado, una joven malencarada cachea a las mujeres. Es la autoridad. "Ese pantalón es azul", dice señalando un vaquero gris. La visita se defiende: "Es gris". Una tercera mujer, personal de la prisión, lo avala: "Es gris". La joven sigue con disgusto el cacheo, abre el paquete de tabaco de la visitante, saca un cigarrillo y se lo guarda. "Ya puedes pasar", dice ya sí con media sonrisa.
Las presas solo reciben dos vasos de agua en todo el día
Los pasillos del penal están repletos de presas y más vale llevar algunos pesos en el bolsillo o caminar con la determinación de que uno sabe exactamente a dónde va. La más rápida, vestida de azul marino, se abalanza sobre el que llega: "¿Dónde va? Yo la llevo". Tras unos minutos de recorrido, frente a un punto de control vigilado por dos policías que almuerzan un guisado, la cicerón pone la mano sin disimulo, recoge una moneda de 10 pesos y se retira. En menos de un minuto otra mujer sale al paso: "¿A quién visita? Yo se la busco". A voz en grito repite el nombre de la presa por el patio, el comedor y a través de las escaleras de los dormitorios. Los nombres de unas y otras se mezclan por los pasillos. La búsqueda voluntaria costará otros 10 pesos.
Las formas de ganarse la vida se multiplican entre las paredes de la cárcel. "Es un hotel bien caro", ríe una interna. Además de las cicerones, las más emprendedoras montan su propio negocio en la celda y hacen quesadillas, tacos o postres que luego venden a sus compañeras o a las visitas. Las familias de las "empresarias", con un permiso especial de la prisión, introducen kilos de carne, queso, verduras y tortillas para elaborar los platillos. En los días de visita, algunas de las mujeres encarceladas trabajan como meseras. Desaparecen de manos vacías hacia los dormitorios y vuelven a aparecer en el patio atestado de gente, con bandejas cargadas de platos recién preparados. Los tacos son un triunfo asegurado, pero no todos los negocios salen adelante. "Los dulces no tienen mucho éxito, la gente aquí busca algo que llene el estómago", explica una.
Otras mujeres sacan unos pesos de sus compañeras haciendo por ellas la limpieza de la zona que cada una tiene asignada, de unos seis metros cuadrados. De vez en cuando se corre la voz de que una ha conseguido una mercancía de tubos de máscara de pestañas o de sombra de ojos. Y también se vende droga. "Entrar entra, pero no sé cómo", dice una presa. Además de marihuana, ahora "se oye mucho", explica la reclusa, que venden "algondoncitos impregnados en disolvente" usados por las adictas para inhalar.
Algunas mujeres cocinan tacos y quesadillas en sus celdas para vender a sus compañeras y a las visitas
Una mujer enumera los gastos que tiene cada semana en prisión: "Cien pesos en teléfono solo para decir que estoy bien, 50 pesos en agua, 200 en comida, si necesito jabón para el cuerpo o para la ropa, pasta de dientes o un cepillo, otro tanto. A veces le compro una prenda a otra compañera y me deja pagarle a plazos". Su familia la apoya con 600 pesos a la semana, pero la mayoría no tiene la misma suerte.
Muchas reniegan de la comida de la cárcel y las que tienen dinero suelen preferir comprar sus propios alimentos en las tiendas. El menú de hoy incluye guisado, arroz, frijol, tortillas y una pera, servido en bandejas de plástico azul. La comida del resto del día se completa, además de con los dos únicos vasos de agua, con el desayuno y la cena, "más liviana que el almuerzo". Por las mañanas sirven un té con hojas de naranjo que gusta mucho a las presas, pero existe el rumor de que para prepararlo usan el agua de la llave.
Las que no han recibido visita este martes en que EL PAÍS recorre Santa Martha matan las horas tendidas en grupo sobre la hierba. Otras se divierten poniéndose uñas de colores y largos imposibles en un taller que dirige, y cobra, una de las presas. Una mujer de unos 60 años hace un dibujo en punto de cruz sentada sola en una de las mesas ya vacías del comedor, mientras una chica llena de trenzas el pelo de otra muy joven, que no deja ni por un segundo de besarse con un amigo que ha venido verla. Un poco más allá, una señora que ha venido a visitar a su hija veinteañera hojea con ella un ejemplar de la revista del corazón Caras. Apenas hablan.
Los dormitorios de las presas ocupan varias alas del edificio en los pisos superiores. Los de las mujeres de más edad están en un pasillo en la planta baja. "Por educación, toca antes de entrar", dice en una de las puertas. Las presas de Santa Martha pueden entrar y salir de sus celdas durante el día, aunque cierran con un candado que colocan ellas mismas para evitar robos. Una muestra en una riñonera que lleva siempre encima los rulos del pelo para que nadie se los quite. "Algunas son muy rápidas sacándote dinero del bolso. ¡Es la cárcel!", se ríe.
Las presas que no están sentenciadas y esperan condena duermen más apiñadas que las otras. Las que tienen más suerte están en celdas con tres camas y un colchón en el suelo para cuatro personas. En algunos dormitorios también viven niños. Las mujeres tienen derecho a tener a sus hijos menores en la prisión hasta los seis años, pero no se les facilitan camas extra ni cunas. En alguna celda con cinco camas pueden estar 10 personas entre madres e hijos, cuenta una reclusa. "A eso le llaman el hacinamiento", explica. Según los datos oficiales de enero de este año, en el penal había 1.635 presas para 1.608 plazas, pero en las cifras no están incluidos los niños. Una vez que cumplen los seis años, los menores tienen que irse con algún familiar, en caso de que exista esa posibilidad, o se quedan bajo la tutela de las autoridades.
En el patio de visitas donde este martes parece un día de feria, con manteles y tarteras repletas de comida, decenas de niños corriendo por la hierba, algunos de paso y otros no, y algún que otro mayor que ha buscado una sombra para echarse una siesta, está la escuela donde estudian los menores, coronada por una alambrada retorcida y metálica. Los más pequeños, sin embargo, no se enteran de que están en una cárcel. "Un nieto siempre le decía a su abuela cuando venía a visitarla: cómo me gusta esta casota tan grande que tienes", recuerda una presa. Pero no todas lo toman con tanta naturalidad. La mamá de Jesús, de dos años, está en la cárcel desde hace un año pero no quiere que su hijo se quede con ella. La abuela lo cuida fuera y lo lleva todos los días de visita (martes, jueves, sábado y domingo). Por los pasillos de la prisión, ya de camino a la salida agarrado de su abuela, el niño va metiendo la cabeza por las ranuras y musitando "mamá, mamá".
Una vez en la calle, después de varias horas dentro de la cárcel, el bullicio de la delegación Iztapalapa parece casi silencio. Desde un punto alejado de la entrada, se ven los edificios revestidos de ropa que las presas cuelgan a secar en los agujeros de sus celdas. Entre unos barrotes azules, asoman unos brazos que agitan pañuelos blancos.
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