Los últimos supervivientes de La Pintada
Dos vecinos se niegan a abandonar la zona cero de la tormenta tropical Manuel, un pueblo sepultado por el lodo que oculta alrededor de 70 cadáveres
En La Pintada ya no queda casi nada. Ni siquiera la certeza de cuándo fue el alud que sepultó a unas 70 personas en esta comunidad de 600 habitantes situada en la sierra de Guerrero. Cada quien tiene su versión, como si la imprecisión de días fuera solamente de horas.
-"El domingo, porque no había niños en la escuela".
-"No, el lunes. Ese día era la fiesta patria".
El dolor, el choque emocional, la incomunicación. Todos son factores que alimentan la confusión de quienes han sido testigos de la tragedia y saben que allá abajo, en el lodo, están sus familiares, amigos, vecinos. Aquella tarde, fuera domingo o lunes, la avalancha arrastró piedras, carros y personas hasta el río, a los pies del poblado. La fuerza del alud, que sepultó todo a su paso, empujó algunos coches hasta el otro lado de la corriente de agua.
Después de eso, en realidad, La Pintada ya no es un pueblo, sino tres: la zona donde todavía resisten los dos últimos vecinos de la comunidad; el área tapada por un alud de tierra; y la parte abandonada, al otro lado del fango, donde solo quedan los animales apostados a las puertas de las casas de sus dueños, buscando comida.
"Dios quiso dividir lo que ya estaba separado", dice José Ávila, de 64 años, uno de los dos lugareños que han querido permanecer en el pueblo tras el paso de la tormenta tropical Manuel. Antes de que las autoridades evacuaran al resto de vecinos, cuenta este hombre, muchos “andaban peleados”, pero se niega a explicar más, a dar muchos detalles, habla con desconfianza. La Pintada ha sido considerada la zona cero de este temporal que ha dejado al menos 130 muertos en todo México. Nadie cuenta los que todavía continúan debajo de la tierra. "Fue el destino", afirma don Mateo, el otro residente local que se niega a abandonar su casa porque prometió a su hermana que cuidaría de los animales: "No hay alimento. Yo a mis marranos ya los suelto para que coman bosque", dice resignado. Don Mateo perdió a sus dos nietos gemelos de cuatro años en la tragedia, pero mira con fuerza hacia delante. Cuando se le pregunta por la tristeza responde: “¿Y qué es lo que quieres que haga?”
Al bajar del helicóptero —el único medio de transporte que puede llegar directo al lugar porque las carreteras están cortadas—, uno se encuentra con un pueblo fantasma, vacío y silencioso. Un caballo relincha detrás de una valla metálica que ha sido forzada. Varios perros esqueléticos y algunas gallinas son el único rastro de vida en la zona. "Se comen unos a otros, no queda nada más", explica al rato don Mateo, hombre de 72 años y 72 kilos. "Parezco delgado, pero así como me ven, peso lo mío"
Este lunes cuatro familiares de desaparecidos llegan para identificar los tres cadáveres rescatados hasta ahora por los efectivos de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), pero ninguno da fe de que esos sean sus muertos. A mediodía del martes 24, los militares encontraron los primeros restos de otra víctima. Estimaban diez horas de trabajo para sacarla, porque como todas las que han ido rescatando “está prensada”, explica el teniente Carlos Alberto Mendoza, al mando del equipo de respuesta inmediata a emergencias y desastres.
Con los días, la piel de los cuerpos se ha tornado grisácea, están inflados y el hedor que desprenden ahora hace necesario que sean exhumados cuanto antes. En realidad, toda la zona de lodo huele a putrefacción y las corrientes de aire no ayudan, sino que facilitan las infecciones. En estas condiciones, el trabajo se dificulta para todos: "Hemos tenido que sacar ya a los perros de rescate porque toda el aérea está contaminada y ya no localizan los cadáveres. Se vuelven locos y señalan círculos", dice uno de los militares responsables de los animales. Cada uno de estos puede llegar a costar entre 60.000 y un millón de pesos. Tres de los siete del equipo se fueron de La Pintada lastimados porque el terreno está todavía muy pantanoso y hay peligro de hundimiento.
Los soldados comienzan a cavar la tumba en el lugar donde la máxima autoridad del poblado ahora, don Mateo, da permiso. Tres militares armados de pico y pala que nunca antes habían construido una fosa laboran durante horas para sacar la tierra. Las piedras del terreno dificultan la labor y la lluvia de la tarde los obliga a detenerse. Cuando el área se inunda, el trabajo es en balde. Aquí no hay máquinas, solo herramientas de mano para remover las miles de toneladas de lodo que han sepultado más de 30 casas.
Alrededor de 20 militares de la Sedena, a veces ayudados por otros socorristas de organizaciones civiles, trabajan desde mediados de la pasada semana en la zona. Su tarea, la de quitar escombros buscando cuerpos, es complicada por no decir imposible, casi como vaciar de arena una playa grano a grano. “Necesitamos que entre ya la maquinaria”, comenta uno de ellos. Entre los objetos extraídos a la superficie, a un lado del lugar donde escarban, hay una vaca de peluche y dos pares de sandalias bien chiquitos, de niña.
Al margen del fango, La Pintada es una comunidad singular, situada entre El Paraíso y el Edén, otros dos poblados devastados por la tormenta cuyo nombre parece ahora un chiste cruel. En medio de las montañas y con caminos de tierra, unas elegantes farolas y varios bancos con el logotipo del pueblo, una semilla de café, señalan la entrada a una de las calles principales.
La agricultura era hasta el derrumbe el principal medio de vida de la población. Además de café, los habitantes plantaban maíz y frijoles, o al menos eso reconocen de forma oficial. “Este pueblo oculta mucho”, opina uno de los operarios que trabaja en la zona. En el pueblo había dinero, todas las casas son de dos plantas y tienen el suelo de cemento, un material que resulta caro pero adecuado para secar el cultivo. En el tejado de varias de las viviendas que resistieron a la tormenta hay antena parabólica y algunas hasta cuentan con televisión por cable. Cerca de este poblado, en El Paraíso, donde viven casi 4.000 vecinos, la presencia de bandas del narco es un secreto a voces y la gente se oculta en sus casas, asustada, al caer la noche. La orografía de la sierra de Guerrero, zona poblada por comunidades tradicionalmente pobres, facilita desde hace décadas el cultivo de amapola y marihuana, un negocio mucho más rentable que el de la plantación de café.
Nadie sabe qué será del pueblo de ahora en adelante. Algunos creen que se realojará a toda la población evacuada en otra parte de la montaña. “Vamos a esperar a que lleguen las máquinas para que aplanen todo y que ya pueda entrar la familia”, dice don Mateo esperanzado. “Aquí tengo mi casa, ¿adónde me voy a ir?”, pregunta José. Los dos guardianes de La Pintada se niegan a creer que no se pueda reconstruir el lugar. Eso sí, ninguno espera que los cadáveres sean recuperados. “Mejor ya que quede así”, dice uno de ellos. José y Mateo lo tienen claro: prefieren vivir sobre sus muertos a dejarlos abandonados.
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