El abusador suele estar en casa
Al menos, una de cada diez niñas del mundo sufrirá abusos sexuales y solo una mínima parte los perpetrarán extraños. Enfrentarse a este problema en el propio hogar es una pesadilla para las menores y un reto para la Administración. Analizamos el caso de Guatemala
Si no fuera porque quedó encinta, Cristina seguramente todavía estaría siendo violada regularmente por su padrastro; los abusos a Laura por parte de su hermano continuarían; nunca se habría conocido todo lo que su tío le hizo a Sofía (*). El embarazo es a menudo el hilo del que los investigadores empiezan a tirar para desentrañar un delito tan repugnante como complicado de descubrir: los abusos sexuales a menores.
En Guatemala, donde viven estas tres adolescentes, el año pasado se denunciaron más de 6.600, el 75% con niñas como víctimas, según datos del Ministerio Público. La grandísima mayoría se producen en el entorno más cercano, como les sucedió a Cristina, Laura y Sofía. Solo el 10% de los abusos está perpetrado por extraños, según un informe de 2014 de Unicef, que asegura que, al menos, una de cada 10 niñas en el mundo es víctima de este tipo de violencia. La situación es particularmente difícil de manejar: el violador vive a menudo en casa y no siempre es fácil probarlo.
“Es un crimen que no suele tener testigos. Es la palabra del victimario contra la de la víctima, que a menudo no es creída cuando acusa a un miembro de la familia”, relata Norma Cruz, directora de la Fundación Sobrevivientes de Guatemala, que trabaja con niñas que han sido abusadas y con su entorno más cercano.
Cuesta imaginar más vulnerabilidad: adolescente, violada en el propio hogar, sin nadie que la crea y sin lugar donde ir para refugiarse de los abusos. Cuando se detecta un caso, la primera opción es buscarle a la niña —o, menos frecuentemente, al niño— un hogar para evitar el internamiento en un centro. Si no se puede quedar en el suyo, porque ahí está la presunta víctima, lo ideal es tratar de que vaya con familiares de segundo grado o se quede dentro de la comunidad.
“Históricamente, los orfanatos u otros centros tienen en su base la buena intención: ayudar a niños vulnerados. Pero la experiencia de varios siglos nos ha mostrado que exponen a niños a nuevas formas de victimización”, explica Carlos Carrera, representante de Unicef en Guatemala. En el país hubo un trágico ejemplo de esto con el Hogar Seguro, donde 41 chicas murieron calcinadas y otras 15 quedaron con graves secuelas en un lugar que supuestamente estaba destinado a protegerlas.
En Guatemala, el año pasado se denunciaron más de 6.600 casos de abusos sexuales a menores, el 75% con niñas como víctimas. La grandísima mayoría se producen en el entorno más cercano
Pero ni siempre se consigue reubicar a las víctimas ni todos los centros son así. “A menudo, se da la paradoja de que la niña queda institucionalizada y el perpetrador libre. Y esto puede durar porque los procesos son largos”, subraya la directora de la Fundación Sobrevivientes.
Cuando Cristina llegó al Refugio de la Niñez Lazos de Amor, que acoge a víctimas de abuso, tenía 15 años y estaba embarazada de seis meses. “No quería hablar con nadie, no confiaba en los demás. Pensaba que si alguien era bueno conmigo era porque quería algo a cambio. Me costó tres meses abrirme”, relata. Lleva un año en el centro. Aunque lo ideal es que pasen el menor tiempo posible, la institución trata de asegurarse de que solo reingrese en la comunidad en condiciones seguras para que no vuelva a ser victimizada.
Clara María López, coordinadora del centro donde está internada Cristina junto a otra veintena de adolescentes, explica que es normal que las chicas lleguen completamente desorientadas. Allí empiezan una rehabilitación con un enfoque terapéutico, con atención de médicas, psicólogas, abogadas y asistentes sociales. “En las primeras sesiones les preguntamos por qué creen que están allí. Muchas ni siquiera lo saben. Responde que es porque se quedaron embarazadas”, cuenta López.
Una vez ingresan, reportadas por la fiscalía, los trabajadores sociales comienzan a trabajar en la comunidad de la chica para buscar una casa de acogida, una abogada se hace cargo del caso para buscar que el culpable de las agresiones sea procesado en el menor plazo posible y una médica evalúa la salud de la menor. Evelin González, ginecóloga del centro, asegura que la mayoría llega con infecciones vaginales y el virus del papiloma humano.
Dentro siguen una estricta jornada que incluye clases, terapias, cuidado de los niños (las que la tienen) y, lo que es muy importante para su reeducación, hacerse responsables de sus habitaciones, la limpieza, los baños. Las chicas más veteranas ayudan a las nuevas, que suelen llegar completamente desubicadas.
“Yo era muy agresiva, odiaba a todo el mundo y no escuchaba a nadie”, asegura Sofía, que hoy es una de las que guía a las novatas. “Cuando entré ni siquiera lloraba, no sabía lo que quería, pensaba que la vida era un martirio. Pero con la terapia me he dado cuenta de que lo que me pasó no es lo que me define. Me apasiona la música y quiero dedicarme a ello”.
Entre la Sofía que entró hace un año y la que habla ahora se ha desarrollado un proceso para conocerse a sí misma que no siempre es sencillo. El relato de los hechos que se cuentan a sí mismas —y el que trasladan— a menudo no es claro ni coherente. Es frecuente que se contradigan o que traten de minimizar lo que les pasó porque saben que si un familiar abusó de ellas y el resto lo encubrió, no tienen dónde ir, con quién contar.
Es lo que le ocurre a María, una chica de 17 años que se encuentra en otro refugio para menores de Ciudad de Guatemala, La Alianza. Según el relato de la psicóloga que la trató, fue abusada durante cinco años por el novio de su hermana, pero cuando lo contó, ni ella ni su madre, con quienes vivía, la creyeron. Cuesta seguir la versión que cuenta ella, totalmente deslavazada, llena de lagunas y de incoherencias. Repite una y otra vez que quiere pedir perdón a su madre por lo que hizo. Los expertos consultados coinciden en que es muy frecuente que las víctimas se culpabilicen a sí mismas de lo ocurrido. Su psicóloga asegura que es un mecanismo de respuesta y autoengaño para volver a su hogar, el único que tiene fuera de La Alianza. La directora de este centro, Carolina Escobar Sarti, cree que el debate no puede ser general sobre internar o no a las chicas. “Cada caso hay que estudiarlo para ver lo que es mejor. Conocemos situaciones en las que la menor ha regresado a su casa y ha vuelto embarazada del padre tras unos meses”.
¿Qué pasa en estos hogares para que sucedan tales atrocidades? Norma Cruz, la directora de la Fundación Sobrevivientes, afirma que es un círculo vicioso: “Suelen ser lugares donde la violencia está normalizada y donde impera el machismo. Probablemente el padre sufrió malos tratos, los inflige a la madre, que quizá también los padeció de pequeña. Se normalizan estas conductas y muchas veces es complicado en estos entornos identificar las primeras señales de que algo está sucediendo también con la menor”.
Es un crimen que no suele tener testigos. Es la palabra del victimario contra la de la víctima, que a menudo no es creída cuando acusa a un miembro de la familia
Norma Cruz, directora de la Fundación Supervivientes
La mayoría de las denuncias en Guatemala se registran en entornos urbanos. Aunque esto, señala Estuardo Sánchez, especialista en protección de Unicef, no quiere decir que en los entornos rurales sea menos frecuente. Simplemente, hay menos denuncias. Según sus cálculos, solo afloran una de cada diez. Es imposible conocer los datos exactos de esta realidad; varios estudios muestran que alrededor del 80% de las víctimas no cuentan nada hasta que llegan a la edad adulta. “Es necesario reforzar la institucionalidad para perseguir estos delitos”, recomienda Sánchez.
En 2016 se creó en Guatemala la Fiscalía de Menores, que lucha específicamente contra el abuso sexual y los malos tratos. Está compuesto por 55 personas especializadas en tratar este tipo de delitos y a sus víctimas. Cuentan con equipos de psicólogos que realizan las entrevistas a los menores en habitaciones con cámaras, de forma que tratan de evitar que la víctima tenga que testificar ante jueces y abogados.
Rubén Herrera, fiscal jefe, explica que muchos de los casos llegan a través de los hospitales, donde hay un protocolo para que los médicos avisen cuando hay un embarazo a edad temprana o lesiones sospechosas. En otras, son adultos quienes acuden con el menor a hacer las denuncias, aunque también hay casos en los que van solos los propios niños porque en su entorno “no les creen”. A partir de aquí se pone en marcha el equipo de psicólogos, trabajadores sociales, policías y forenses para perseguir al abusador y determinar qué hacer con la menor. El objetivo: romper el ciclo de la violencia que desemboca en este terrible delito.
(*) Los nombres de los menores que aparecen en este reportaje están alterados para proteger su intimidad.
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