El artículo 155, sin emociones
Unas elecciones no deben ser convocadas en situaciones de excepcionalidad
Hay quienes opinan que gobernar en democracia es manejar, o dirigir, crisis, una tras otra. Lo que convierte a un dirigente político en un líder es, primero, su capacidad para verlas venir e instalar cortafuegos. A veces eso es imposible porque depende de elementos incontrolables. Por eso, lo segundo es una respuesta adecuada que limite los daños. Por supuesto, es todo más fácil si los dirigentes políticos que manejan esas crisis son personas que han acumulado prestigio democrático y aprecio popular.
Lo más importante, dicen muchos expertos en liderazgo político, es que los dirigentes que hacen frente a esas crisis no se nieguen a corregir errores evitables, no tomen por verdades lo que son suposiciones refutables y, sobre todo, que no se equivoquen a la hora de valorar la probabilidad o magnitud de los costes y beneficios de sus decisiones. Los políticos más peligrosos son aquellos que se sienten dispuestos a hacer algo “cueste lo que cueste”, porque nada tiene en política semejante valor para los ciudadanos. Nada es necesario “cueste lo que cueste”, sobre todo porque los que pagan esa terrible factura no son quienes lo predican, sino millones de personas que jamás estuvieron dispuestas a desprenderse de tanto. En política, la frase de marras solo tiene sentido en reflexivo: “Lo haré, me cueste lo que me cueste”. Eso se llama aceptar responsabilidades personales, la primera obligación de un dirigente democrático y algo muy útil para sanear situaciones políticas complicadas.
En la crisis catalana ha faltado, es una evidencia, liderazgo político porque o no se pusieron cortafuegos o los que se quiso instalar eran defectuosos. También porque ha habido demasiados políticos, economistas y dirigentes sociales independentistas que predican el “le cueste a usted lo que le cueste”. La cuestión es que estamos en el segundo escenario: dar una respuesta adecuada que limite los daños. Por eso es importante recordar que el artículo 155 de la Constitución, tan mencionado y a punto de ser aplicado, no fue introducido para eliminar un régimen autonómico, sino para reconducirlo a esa legalidad autonómica.
En el primer borrador de la Constitución, el tema se trataba en el artículo 147 y desarrollaba unos mecanismos de intervención del Gobierno central en las decisiones de los Parlamentos autonómicos mucho más perturbadores, hasta el extremo de contemplar la posibilidad de que el Gobierno central exigiera una segunda lectura de un texto ya aprobado por “la asamblea regional” o a exigir mayoría absoluta en determinadas circunstancias. La redacción actual se debió más a la intervención del ponente nacionalista catalán, Miquel Roca, que a la voluntad de UCD. El 155 es un artículo diseñado para ser aplicado con frialdad y sin añadir emociones. Introduce una situación de excepcionalidad, aunque conviene recordar que en la Constitución española la excepcionalidad no afecta al ejercicio de los derechos, ni mucho menos a la vigencia del poder judicial.
Los expertos dirán si, desde un punto de vista legal, es posible que el Gobierno central, dentro de las competencias asumidas por el 155, pueda convocar unas elecciones autonómicas, como reclama Ciudadanos. Sea posible o no, políticamente se trata de una opción envenenada, que se puede convertir en un error formidable. Unas elecciones no deben ser convocadas en situaciones de excepcionalidad. El referéndum del 1-O fue un error político (que se hubiera apreciado mejor sin las cargas policiales) porque, entre otras cosas, y desde su misma convocatoria, dejaba fuera a más de la mitad de la ciudadanía catalana. Una consulta en la que solo es posible un resultado, abrumadoramente respaldado, tiene muy poca credibilidad democrática. De poco servirían unas elecciones autonómicas convocadas sin el acuerdo de los independentistas.
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