Dioses
Los habitantes de la aldea veían tu cruz y sonreían y decían "¡Christian, christian!", y eso era todo
Ayer recordé cómo era el mundo cuando el mundo era otro. No fue hace mucho: ni siquiera dos décadas. Casi ningún extranjero llegaba hasta ese poblado musulmán escondido en un extremo de Samui, una isla de Tailandia. Los locales, en su mayoría budistas, hablaban de esa aldea con resquemor. Decían que era sucia y peligrosa, que no había nada para ver. El sur del país se estaba radicalizando y sonaban advertencias paranoicas. Nosotros fuimos muchas veces. El muelle era un esqueleto malnutrido adentrándose en el mar. Los botes se hamacaban endebles, amarrados a los postes con sogas gastadas. Había olor a pescado y a cloaca. La playa estaba repleta de hombres recogiendo redes, mujeres vestidas, chicos desnudos. Llegábamos en la tarde, poco antes del rezo, para escuchar el llamado del muecín lleno de melancolía, devoción y dulzura. Yo, atea iluminada, hubiera querido morirme porque no se podía aguantar tanta belleza. Después, caminábamos hacia la mezquita y veíamos a los hombres mansos dejar los zapatos en las escaleras con un gesto fluido, como si se sacudieran arena. Nos hicimos cercanos a Kasem, un pescador rufián que terminó preso, y a Daeng, madre de cuatro hijos, algunos budistas y otros musulmanes, dependiendo del padre, que un día me preguntó cómo era el frío: ella sólo conocía el calor. Por entonces usabas una cruz cristiana de madera colgada del cuello que, creo, alguien te había regalado en Brasil. No se nos ocurrió que eso pudiera ser agresivo o peligroso. Y no lo era. Los habitantes de la aldea veían tu cruz y sonreían y decían “¡Christian, christian!”, y eso era todo. Como quien dice “todos creemos en algo”. Volvíamos de noche en moto a nuestra cabaña, lejos de ahí, sintiendo que dejábamos atrás algo entrañable y misterioso, pero algo a lo que siempre podríamos regresar. Quiero pensar que todavía podríamos, podemos.
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