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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La vida entre Mazinger Z y los ‘millennials’

Por esas cabezas rondan muchas más cosas que las redes sociales

Jorge Marirrodriga
Mazinger Z, sin Afrodita A, en Barcelona.
Mazinger Z, sin Afrodita A, en Barcelona.

Aunque esta columna trata de los millennials, son necesarias dos aclaraciones previas. Una es obvia: toda generalización es siempre inexacta. La otra requiere un poco más de espacio.

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Quien escribe esto pertenece a la generación más invisible —o más sosa, o más insulsa— de nuestra historia reciente. Una generación que era demasiado pequeña para correr —como, al parecer, hicieron miles de millones de españoles— delante de los grises. Cuyas preocupaciones durante la Transición eran si Marco encontraría a su madre y por qué mientras Mazinger Z recuperaba los puños tras dispararlos, Afrodita A se quedaba definitivamente sin tetas (perdón, pero era así). Una generación que llegó tarde a la Movida y lo más transgresor a lo que se enganchó fueron los Hombres G, Duran Duran y Bananarama. En cambio, vaya, sí llegó a tiempo para hacer la mili, la prestación social e incluso ir a la cárcel —estos fueron muchos, pero como no van presumiendo por ahí, nadie se acuerda de ellos— por no hacer ninguna de las otras dos. Una generación marcada por el “estudia esto aunque lo detestes, que tiene más salidas” y que se ha pasado su vida laboral escuchando “ten paciencia que aún eres joven” hasta que resulta que la canción cambió por “tú ya eres viejo”. Una generación llena de “esta chica”, cuando “la chica” anda por los 50 tiene un doctorado, 20 años de experiencia, hijos que le sacan la cabeza, y sabe como funcionan de verdad las cosas; en su empresa y en la vida. Una generación sin nombre —ni JASP, ni X, ni Y, ni Z— que ahora está en la sala de máquinas de este país, con la grasa hasta las orejas. Los que vinieron después les reprochan que han tenido suerte. Y los de antes les despachan con un “anda, no te quejes”.

Pero resulta que esa generación, qué cosas, ha traído al mundo a los millennials (para los de antes de 1995, aunque millennial mola, el traje ya os queda pequeño). Y es esa generación la que podría, con toda legitimidad —y no lo hace— echar pestes de esos jóvenes en apariencia eternamente ausentes, tanto que a veces les hablamos por WhatsApp para que hagan el favor de sentarse a comer con los demás. En realidad, están muy presentes.

Los millennials saben lo que es el desempleo, o la angustia de quedarse sin trabajo, incluso antes de haberlo vivido. Se lo hemos transmitido —mal hecho— sus padres. Les exigimos unos curriculums inverosímiles, plagados de dobles titulaciones, idiomas —inglés de negocios, alemán tecnológico— y estancias en el extranjero cuando los demás llevamos 30 años mintiendo con el “inglés, bien”. Muchachos y muchachas a los que constantemente les pagan el salario en una moneda llamada “visibilidad”, que ninguno de los demás trabajadores aceptamos. Gente a la que se valora por su edad y no por sus ideas. Jóvenes a los que se considera incultos por ser mejores que nosotros con el móvil.  

Nosotros —los insulsos— sí que sabemos quiénes son. Y ahora, que dejen el maldito teléfono y se sienten a comer.

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Sobre la firma

Jorge Marirrodriga
Doctor en Comunicación por la Universidad San Pablo CEU y licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra. Tras ejercer en Italia y Bélgica en 1996 se incorporó a EL PAÍS. Ha sido enviado especial a Kosovo, Gaza, Irak y Afganistán. Entre 2004 y 2008 fue corresponsal en Buenos Aires. Desde 2014 es editorialista especializado internacional.

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