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MIEDO A LA LIBERTAD
Columna
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Trump, el acto final. ¿Cómo y cuándo?

El problema no es qué acabará con Trump, sino cuántos podrían verse implicados

Donald Trump durante su visita a Arabia Saudi.
Donald Trump durante su visita a Arabia Saudi.JONATHAN ERNST (REUTERS)

La historia está hecha de hitos, buenos y malos, pero en la historia de Estados Unidos faltaban hitos vulgares que pusieran en peligro la estabilidad y la seriedad institucional que ha costado más de doscientos años conseguir. Nunca la democracia estadounidense ha estado tan enferma. Incluso los cerebros más fríos y más de derechas del establishmentpolítico se sienten ante un precipicio porque Donald Trump vulnera, a diario y a todas horas, el juramento que le obliga a proteger y defender la Constitución.

Discutir en estos momentos la posibilidad de un impeachment es lo de menos. El verdadero problema es que, tras saberse que el líder de la primera potencia mundial podría haber delinquido al solicitar al exdirector del FBI, James Comey, que fuera un buen tipo y suspendiera la investigación contra el exconsejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn, por sus nexos con Rusia, y del último capítulo de la trama según el cual habría un infiltrado del Kremlin en el círculo presidencial, comienza el reparto de responsabilidades. La catarata de revelaciones, entre las que no es menor asegurar que a Comey le faltaba “un tornillo”, supone algo más que obstrucción a la justicia, significa la destrucción sistémica del entramado institucional que, desde los tiempos de Thomas Jefferson, ha distinguido a la democracia estadounidense.

¿Aguantará EE UU un impeachment? Mi respuesta es no. La cuestión no es qué investigar, sino cuántos podrían verse implicados. Por ejemplo, resulta terrible la coincidencia del intento de Trump de cortocircuitar la investigación sobre Flynn y el descubrimiento de que el general tenía vínculos con Gobiernos extranjeros, cobrando por ello, sin declararlo y mintiendo al vicepresidente Mike Pence. La diferencia de EE UU con cualquier otro país radica en que, tarde o temprano, el incumplimiento de la ley se paga, pero la gran pregunta ahora es: ¿aguantará el sistema una investigación de semejantes dimensiones?

Nadie tiene la más remota idea de cuál será la siguiente atrocidad en el arsenal de Trump. Pero que levante la mano el juez federal, el senador o el congresista dispuesto a declarar que nunca leyó que el presidente de EE UU le dijo al director del FBI que interrumpiera una investigación sobre un miembro del Gabinete. De otro modo, no actuar, te convierte en cómplice del presidente. Y esa es una situación sin salida porque todos sabemos qué significa un impeachment, pero lo que no sabemos es lo que sigue después: que el mandatario pague por lo que hizo.

Quiero recordar que Richard Nixon dimitió tras el escándalo Watergate. Inmediatamente, su sucesor, Gerald Ford —casi en el mismo momento en el que juraba su cargo— le indultó. En cambio, Paul Ryan, presidente de la Cámara de Representantes, no tiene elección porque, a partir de este momento, todos son cómplices de no haber protegido ni defendido la Constitución estadounidense.

Frente a una situación así, cualquier juez estadounidense puede convertirse en un Sérgio Moro, el justiciero brasileño, y desatar una gravísima confrontación institucional porque no son los tribunales ordinarios los encargados de abrir un proceso de destitución, sino el conjunto de la Cámara de Representantes y el Senado, más la Suprema Corte de Justicia.

Estados Unidos, su Constitución y su entramado legal exigen saber si la trama rusa es verdad o mentira. Si resulta cierta, el inicio del impeachment es inaplazable. Si no, las responsabilidades del exdirector del FBI son grandes. Pero no se debe ignorar que todos los que pondrían en marcha la destitución de quien no solo es el jefe del Ejecutivo sino también el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas están vinculados por la obligación inaplazable de actuar en cuanto tienen conocimiento o pruebas de comportamientos ilegales.

Si eso no sucede, entonces los problemas legales del presidente contaminarán inmediatamente al resto de los poderes, convirtiéndolos en colaboradores necesarios y pasarán de ser las instancias que averiguan si existió o no un delito presidencial a formar parte del cuerpo del delito. Por eso, el problema no es qué acabará con Trump, el problema es cómo y cuándo, pero, sobre todo, si será solo o en compañía de otros.

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