El cine es silencio, oscuridad y una pantalla grande
Que Netflix haga lo que le plazca, siempre que los que gustan del cine puedan ver en una sala las películas que un día heredarán la emoción de Avaricia, Nosferatu o Los siete samurais
Primera observación. El cine debe verse en una sala cinematográfica, en pantalla grande, con las luces apagadas y, a ser posible, sin cretinos delante, detrás o en los flancos que hablen por el móvil, glosen los giros argumentales con su acompañante o interrumpan la visión 15 minutos después de que ha empezado la película. La oscuridad, el silencio y una pantalla blanca constituyen el alma del espectáculo, porque, como diría John Milton, los espectadores de cine buscan su refugio “en la noche eterna”. Pasión de los Fuertes, Sed de Mal, Al Rojo Vivo, Encadenados, La Mujer del Cuadro, Los Vikingos o tantas otras películas que merecen consideración como un arte que procura emociones con el tratamiento del espacio y del tiempo, merecen verse por primera vez en las salas cinematográficas. Porque requieren atención, un destilado de percepciones y una paciencia similar al tratamiento que exige la fermentación y crianza del buen vino.
Segunda observación. Los enemigos de del cine, hasta la fecha, eran y siguen siendo dos: la patulea de cretinos de rompen el silencio de la sala porque han importado al patio de butacas las costumbres del salón familiar (voces, interrupciones, anuncios, el móvil que suena y la cazuela que se cae) y la ausencia de una política adecuada para incentivar la construcción o mantenimiento de las salas. Dentro de pocos años desaparecerán los cines del centro de las ciudades y el cine acabará viéndose en la esfera del reloj de muñeca. Tercera observación. La pantalla de televisión no es un medio adecuado para ver cine por primera vez, pero sí para recordarlo; es decir, para matizar o puntualizar una imagen, para enhebrar de otro modo una secuencia o para repetir un diálogo. Ver Los sobornados en la televisión es como hacerse una idea del Moisés de Miguel Ángel a través de una postal; sirve para identificarlo, pero no para apreciarlo.
Para el cine, Internet y la televisión son medios vicarios, aunque sean el futuro de la comunicación por la imagen. Y eso sin entrar en otras consideraciones, como la comunión que se establece entre los espectadores en la sala, como la conexión memorable el día del estreno de Canciones para después de una guerra, de Martín Patino, después de la muerte de Franco, con la canción que cierra el film (Se va el caimán).
Cuarta observación. La posición de Netflix en Cannes escenifica un conflicto ininteligible, algo así como un pulso para ganar un terreno inservible. Si Netflix quiere producir películas, bienvenida sea su intención; si no quiere respetar la prelación debida a las salas cinematográficas y pretende estrenar sus productos en Internet, en televisión o en un sello de correos, hace mal, porque aquí no se trata de otear los nuevos modo de consumo cinematográfico, sino de tratar cada obra con los criterios para lo que fue creada o fabricada. Que Netflix haga lo que le plazca, siempre que a quienes les gusta el cine tengan garantizado que podrán ver, antes que nadie, en silencio y en la ciudad en la que viven, las películas que un día heredarán la emoción de Avaricia, Nosferatu o Los siete samurais.
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