"Caldo casero"
Aunque lo anuncia el envase, en nuestra casa no se ha hecho. Entonces, ¿en la de quién?
La intuición general de la lengua nos permite descodificar de inmediato el adjetivo “casero”. Se forma con la raíz “casa” y el sufijo -ero, que ofrece a menudo un sentido locativo (es decir, de lugar), y por tanto cualquier hablante con cierta competencia en el idioma puede entender lo que quiere decir: “que se hace o cría en casa o pertenece a ella”, como recoge el Diccionario.
El vocablo “casero” ofrece otras acepciones, desde luego, porque también lo usamos para referirnos, por ejemplo, a quien prefiere no salir mucho a la calle, al árbitro que pita a favor del equipo local, al arrendador en relación con su inquilino o a cualquier creación rudimentaria (“de fabricación casera”). Ahora bien, al ver en el estante un envase de “caldo casero” no nos asalta ninguna duda: tiene que tratarse de un caldo hecho en casa.
Pero ¿cómo va a ser un caldo hecho en casa si lo hemos comprado en el súper? Ciertamente, el cartón lo anuncia en grandes letras desde el estante: “caldo casero”. Sin embargo, en nuestra casa no se ha hecho. Entonces, ¿en la de quién?
El sentido común nos llevará a desechar que ese caldo de pollo se haya elaborado en la casa del dueño de la empresa que lo ofrece, pues para ello se necesitan cierta industria y grandes cantidades de materia prima que no cabrían ni en un dúplex. Nos parecerá más probable, por tanto, que el producto haya salido en realidad de una gran planta del sector alimentario. De hecho, un vistazo a la letra pequeña del envase (quizás ayudados por una lupa) nos permitirá comprobar que el “caldo casero” ha sido fabricado por una entrañable empresa catalana en una factoría de Extremadura.
La palabra “casero” –a la que se han referido también, dentro del ámbito gastronómico, tanto Jordi Luque en El Comidista (elpais.com) como Carlos G. Cano en Gastro (cadenaser.com)– despierta por sí sola los recuerdos familiares a los que se asocian las mejores croquetas, las mejores albóndigas o el mejor cocido. Así que no nos ocuparemos aquí de la fabricación ni de los ingredientes, sino del poder evocador del lenguaje.
Hace mucho tiempo ya que el vocabulario engatusador de la gastronomía se condimenta con el léxico del hogar, a menudo con mención de las mujeres de la familia. Así, se han publicado libros como Las treinta mejores recetas de arroz de la abuela, La cocina de la abuela, Las mejores recetas de mi madre, Las inolvidables recetas de mi mamá, En la cocina de mi madre, Las recetas de mi casa… Y si en los envases de los productos se añade también un toque rural y de manufactura, mejor aún: pastas artesanales, cerveza artesana, alimentos naturales, las rosquillas de mi pueblo…; lo mismo que en las cartas de los restaurantes: chuletas asadas al humo de arce, carne perfumada al orégano, salsa de finas hierbas, ensalada con frutos del bosque.
Nunca sabremos si hubo una abuela en el origen de la receta, si el humo del aceráceo aromatizó las chuletas o hasta qué punto los frutos de esa ensalada salieron del bosque y no de un invernadero. Sin embargo, en el caso del “caldo casero” el uso engañoso de la palabra resulta evidente. El fabricante miente y el consumidor sabe que compra un producto mentiroso, pero lo acepta. Así, poco a poco, algunas palabras se vacían por dentro mientras mantienen por fuera sus vistosas ropas de siempre, convertidas ahora en puro disfraz.
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