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CLAVES
Columna
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Persigo a mis enemigos

No debemos minusvalorar el peligro populista, tratando de apaciguarlo, resignándonos

Xavier Vidal-Folch
Seguidores de Donald Trump esperan su comparecencia para un discurso en Pennsylvania.
Seguidores de Donald Trump esperan su comparecencia para un discurso en Pennsylvania. Spencer Platt (Getty Images/AFP)

Ya están bastante identificadas las causas del ascenso populista ultraderechista: el ascensor social que solo va hacia abajo, por culpa de la crisis y/o de la política económica de excesiva austeridad; la nostalgia de la soberanía y de la identidad cultural en un mundo universalizado y posnacional; el rechazo a las élites que no han sabido o querido deshacer los entuertos.

Y también parecen claros algunos remedios. Uno, una política económica creadora y repartidora de riqueza, con estímulos fiscales sensatos y manteniendo las políticas monetarias antideflacionarias. Dos, una ambiciosa agenda social que corra en socorro de los abandonados a la pobreza y la desigualdad extremas. Tres, una enérgica corrección de la asimetría de la globalización, para que no solo circulen libremente los capitales, sino también los deberes de pagar impuestos y aumentar la protección social, las libertades y los derechos sociales.

Pero todo eso jamás arrancará si minusvaloramos el peligro populista, tratando de apaciguarlo, resignándonos. Para afrontar de cara la brutal cara del fenómeno, lean dos artículos: La bestia del fascismo (Mark Mazower, EL PAÍS, 9/11/16) y Arrastrándose hacia Trump (Robert Skidelsky, La Vanguardia, 20/11/16).

Y sobre todo, contabilicen las propuestas ideológicas comunes—aunque en muy diferente grado— a los fascismos de entreguerras y a los populismos, americano y europeo, de hoy. Racismo y xenofobia (blancos y arios, contra judíos o mexicanos o islámicos); proteccionismo de la industria nacional contra libertad de comercio e instituciones multilaterales; plan faraónico de infraestructuras (vuelven las autobähn); desprecio a la democracia (a los resultados electorales y la prensa libre, y hasta al multipartidismo); nacionalismo agresivo (contra China, o contra Polonia y Checoslovaquia) e hiperliderazgos turbulentos, mesiánicos, compulsivos.

Que hoy contemos con colchones sociales (Estado de bienestar), una economía industrial mundial (las piezas de un automóvil se fabrican en un rompecabezas de países), e inventos como el de la Unión Europea (que pretenden destruir), nos da algún respiro. Pero toda intranquilidad resulta insuficiente ante quienes recitan literalmente el peor salmo de la Biblia: “Persigo a mis enemigos, los aplasto, no descanso hasta haberlos abatido” (18:38).

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