Burkini
Las diferencias, claro, son simbólicas, y por tanto las más grandes que puedan existir
Se llamaba Soto. Fue mi compañero durante un año en el colegio primario. Mayor que todos nosotros —había repetido varias veces—, era alto, patotero, y podía agarrarte a golpes sólo por mirarlo fijo. Usaba un guardapolvo marrón, diferente del blanco que usábamos todos, porque iba a una institución para chicos pobres —así les decíamos: chicos pobres—. La casa del niño, desde donde lo traían a la escuela con ese guardapolvo que gritaba “soy distinto, soy pobre, quizás soy huérfano”. Vivía en un baldío, cerca de mi casa, en un galpón ruinoso con varios hermanos, la madre y el padre. Los maestros lo odiaban. Era insolente, nunca hacía la tarea, no tenía ni cuaderno. Con cualquier excusa —porque se sentaba torcido o porque llevaba el flequillo largo— lo sacaban de clase y lo mandaban a la dirección. Un día desapareció el bolso de la maestra, y apareció más tarde, escondido en un placar de la portería. Todos apuntaron a Soto, que admitió que lo había hecho, quizás pensando que nada iba a pasar. Pero lo expulsaron. Y así fue como Soto desapareció. Del colegio y del mundo. Supongo que la expulsión fue legal, amparada en las reglas vigentes. Pero fue, sobre todo, una putada. Porque quienes lo expulsaron del colegio no podían ignorar que lo estaban expulsando también de una vida posible. Que lo estaban arrojando al otro lado del muro, a su galpón, a su baldío, cerrándole la puerta sin posibilidades de volver a entrar. Pienso en ese chico mientras miro un burkini y trato de encontrarle diferencias significativas con un traje de neopreno. Las diferencias, claro, son simbólicas, y por tanto las más grandes que puedan existir. Miro esa prenda y pienso cómo somos de sucios, cómo nos amparamos en leyes legalísimas para hacer canalladas abyectas y sacarnos de encima aquello que nos molesta, que nos resulta distinto y, por tanto, insoportable y aterrador.
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