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Tribuna
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La izquierda soy yo

El encuentro con la realidad en las urnas puede explicar el espeso silencio en el que se ha sumido una formación, Podemos, que hasta hace poco reclamaba ser la depositaria exclusiva de la ilusión de los electores

Manuel Cruz
RAQUEL MARÍN

No tengo la menor duda de que Pablo Iglesias se cree eso que ha declarado en alguna ocasión de que la diferencia entre derecha e izquierda es un juego de trileros. De la misma forma que también estoy convencido de que Íñigo Errejón es sincero cuando celebra alborozado —como si de la buena nueva teórica del siglo XXI se tratara— la categorización de los significantes vacíos.

Probablemente resulte fácil estar de acuerdo en que los rasgos que sirvieron durante largo tiempo para definir izquierda y derecha han ido variando, conforme variaba la propia sociedad (con ello tiene que ver precisamente la crisis de la socialdemocracia: con sus dificultades para mantener intactos sus viejos ideales redistributivos en los nuevos escenarios), aunque siempre quepa hablar de la permanencia de ciertos principios o anhelos generales, vinculados fundamentalmente con el desarrollo y cumplimiento de los principios ilustrados clásicos. En todo caso, no cabe confundir las dificultades actuales para la redefinición de las viejas categorías, o la volatilidad de la práctica totalidad de planteamientos políticos en esta época, con una especie de relativismo absoluto.

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Porque algunos parecen hablar como si careciera por completo de sentido el mero intento de fijar contenidos para los conceptos heredados. Tal vez, evocando el título del conocido libro de Gardner, no tenga sentido hablar de derecha e izquierda en el cosmos. De igual manera que quizá solo quepa considerar como una broma aquello que Franco Battiato —ese genial Borges siciliano— cantaba en su conocida canción Vía Láctea: “Buscamos cierta ruta en diagonal por la Vía Láctea”. Sin duda, derecha e izquierda lo son en relación con algo, pero la cuestión es en relación con qué. Pues bien, puestos a encadenar anécdotas, con frecuencia se tiene la sensación de que algunos se comportan al respecto como aquel monarca que, a la vista de la tribulación que causaba en sus súbditos no saber en qué lugar acomodarlo en una mesa redonda, porque no conseguían dilucidar donde estaba situada la cabecera, sentenció: “Señores, la presidencia está donde estoy yo”.

Pero convendría no plantear esto como un juicio de intenciones. En el fondo, nos encontramos ante las consecuencias de haber reducido la política a un conjunto de procedimientos para alcanzar el poder, sin que quienes aspiran a él se hayan sentido en ningún momento obligados a especificar para qué lo quieren. Porque semejante reducción convierte, de manera automática, en meramente instrumental los planteamientos con los que se libra el combate político. Así, la mencionada contraposición entre derecha e izquierda no deja de ser una mera metáfora espacial, susceptible de ser reemplazada por otra, la de arriba y abajo, la de casta o la que proceda, si alguna de estas últimas resulta más efectiva.

Nos encontramos ante las consecuencias de reducir la política a procedimientos para alcanzar el poder

En realidad, el lenguaje que se pueda utilizar en cada momento no es vinculante en absoluto porque, a fin de cuentas, como ha señalado alguno de los teorizadores de esta nueva política, hay que utilizar “el lenguaje del enemigo para combatir al enemigo”. De esta desprejuiciada afirmación conviene destacar dos elementos. El primero, que solo es de aplicación a quienes sostienen la tesis, pero no a cualquier otro. Si, pongamos por caso, un partido de izquierda diferente del suyo utilizara el presunto lenguaje del enemigo, automáticamente aquellos lo considerarían, sin vacilar un instante, como la prueba concluyente de una grave traición política.

El segundo elemento que importa destacar es el de los límites de la tesis entrecomillada. Porque, vamos a ver, si es legítimo servirse del lenguaje del enemigo para conseguir los fines propuestos, ¿en nombre de qué no va a resultar igualmente legítimo servirse de sus categorías? No estoy planteando un experimento mental, ni forzando hasta lo inverosímil las situaciones imaginarias. En uno de los últimos debates electorales, Pablo Iglesias insistía en la necesidad de adoptar determinadas medidas económicas no por razones éticas o de justicia social, sino de eficiencia del mercado. Dejaba de impugnar, por tanto, el modelo económico y se ofrecía como el mejor garante de su correcto funcionamiento. Aquí cabría repetir la misma reserva del final del párrafo anterior: ¿no se parece mucho este elogio de la eficiencia (capitalista, puesto que ya no hay otra) con el denostado “gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones”, defendido hace unos años por quienes ustedes ya saben?

Se constatará, pues, que las actitudes de Iglesias y Errejón a las que nos referíamos al empezar pueden ser consideradas como perfectamente complementarias (por no decir que constituyen las dos caras de una misma moneda). Alberto Garzón, ahora compañero de viaje de los anteriores (aunque mucho menos ducho que ellos en cabriolas teóricas), resumía la cosa de una forma muy sencilla en unas declaraciones recientes: se trata de construir un discurso “que caiga bien a la gente”. Los significantes que el mismo pueda contener (patria, pueblo, gente o cualquier otro que se decida incorporar) no importan, porque, en la medida en que se han caracterizado previamente como carentes de contenido fijo, resultan susceptibles de ser resignificados de la manera que convenga a tenor de las cambiantes circunstancias.

Podemos parecía haber hecho de la acaparación de titulares y portadas su actividad favorita

Sin embargo, el objetivo del discurso político no puede reducirse a la permanente resignificación de las categorías con vistas a la elaboración de un discurso atractivo a efectos electorales y/o movilizadores. Si se limitara a perseguir tal cosa, alguien podría argumentar, con toda razón, que una práctica discursiva de este tenor no pasa de constituir el nuevo ropaje del viejo y conocido jugar con las palabras. El discurso político, por el contrario, debería proponerse dar cuenta de lo real: un objetivo tan sencillo de enunciar como imposible de cumplir por parte de quienes utilizan como herramienta teórica privilegiada la logomaquia y como convencimiento práctico vertebral la tesis, tan vacía como dogmática, de que son ellos, con su propia posición, los que definen dónde está la izquierda y dónde la derecha.

Es probable que haya sido precisamente el saldo negativo que les ha proporcionado su encuentro con la realidad (muy por debajo del que esperaban) el que explique el espeso silencio que ahora mantienen quienes en otros momentos del pasado reciente parecían haber hecho del ruido permanente, de la compulsión por acaparar portadas y titulares, su actividad favorita. Un silencio apenas roto por una portavoz de este sector, que ha descargado en la parte del electorado que les ha abandonado la responsabilidad por haber perdido la ilusión. Llamativo razonamiento, desde luego, viniendo justamente de personas que hasta ayer mismo declaraban que su imparable éxito se debía a que ellos —y solo ellos— encarnaban la ilusión.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y diputado independiente en el Congreso por el PSC-PSOE.

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