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Tribuna
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¿Solo una hamaca vacía?

El pensamiento occidental casi siempre fue insumiso con la muerte. Los defensores de la esperanza comprendieron que no hay mejora en este mundo que alcance a hacer justicia a los muertos; de ahí la creencia en que nadie muere del todo

EULOGIA MERLE

 Ocurrió hace bastantes años: un prestigioso teólogo protestante alemán pronunció una conferencia en Madrid sobre la muerte. Dado que nada dijo sobre la fe del cristianismo —y de muchas otras religiones— en una posible pervivencia más allá de la muerte, me atreví, en el encuentro que siguió a su intervención, a plantearle la pregunta por lo que solemos llamar “el más allá”. Recuerdo que lo hice con bastante inseguridad, ya que por el tenor de su conferencia sospechaba lo que en realidad ocurrió: mi pregunta no fue de su agrado. Intentó “despacharla” por la vía rápida, asegurándome que carecía de base en el Nuevo Testamento. Metidos ya en harina, le mencioné algunos textos bíblicos sobre el tema y apelé a que el más importante teólogo católico del siglo XX, Rahner, había afirmado que el Nuevo Testamento se escribió “a la luz de la resurrección”; y, para hacerle la cosa más familiar, le dejé caer que dos grandes maestros de la teología protestante, Barth y Bultmann —él era discípulo de Bultmann— solían repetir que los términos “Dios” y “resurrección” son equivalentes.

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Llegados a este punto, su respuesta tomó un cariz completamente inesperado para mí. Con la mirada perdida, y casi sin darse cuenta de mi presencia, comenzó a hablar de su hijo, recientemente fallecido. Me contó que era muy joven, que la enfermedad fue larga y dolorosa. Por las tardes salía al jardín y se sentaba en una hamaca; poco después llegaban su novia y algunos amigos; con naturalidad, sin prisas, hablábamos de todo un poco. Cuando todo terminó —me explicó con cierta emoción— su novia siguió viniendo a verme; se casó con un ayudante mío de cátedra; tienen dos hijos, que también vienen a verme; son mis nietos; la hamaca también sigue allí. Y mirándome fijamente concluyó: todo ello, su novia, los hijos de su novia, el jardín, la hamaca, ya vacía, y un montón de recuerdos es lo que queda de mi hijo. “A esas realidades se reduce su nueva vida, por la que usted al parecer tanto se interesa”. Siguió un prolongado silencio que yo ya no me atreví a quebrantar con el mismo tema.

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Hace años que murió mi interlocutor de aquel día, pero no he olvidado nuestro encuentro ni el relato de su hamaca vacía. Lo recuerdo de modo especial a medida que también en la propia vida va aumentando el recuento de hamacas vacías. Me sigo preguntando si habrá que conformarse, como él, con los recuerdos. Desde luego, el recuerdo es una presencia densa, simbólica, evocadora. Si queda el recuerdo, queda algo noble. De hecho, en las religiones tradicionales africanas, mientras el difunto es recordado por su nombre, aún no está muerto del todo; pertenece a la categoría de los “muertos vivientes”. El proceso de la muerte solo se completa cuando, pasadas algunas generaciones, ya nadie recuerda al difunto; solo entonces deja de ser miembro formal de la gran familia africana. Es el momento en el que se cree que se ha unido a sus antepasados y se ha marchado “a casa”, a la que se supone su última y definitiva morada.

El “más allá” no es verificable ni refutable; algo puede ser relevante sin ser científico

Pero nuestro ámbito occidental raramente se ha contentado con el mero recuerdo; casi siempre se mostró insumiso frente a la muerte. Muchos de sus grandes filósofos anduvieron a vueltas con algún género de supervivencia. Por lo general, le dieron el nombre de “inmortalidad del alma”. Pocos se atrevieron con un término tan cargado de connotaciones monoteístas como el de “resurrección”. Pero, con una u otra terminología, todos apuntaban en la misma dirección: el decidido rechazo, tan unamuniano, de la nada como destino final de la inquieta peregrinación humana por la historia. “Hasta el mísero hombre del Neanderthal —escribe el historiador de las religiones James— contaba ya con una vida más allá de la tumba”. Conocido es el enigmático aserto de Heráclito: “A los hombres, tras la muerte, les aguardan cosas que ni esperan ni imaginan”. El afán por “durar” (Spinoza), la esperanza de algún género de futuro tras la muerte parece haber acompañado desde muy tempranamente a los seres humanos. Platón aseguró que no todo lo nuestro perece: perdura el alma inmortal. Una gran obsesión pareció acompañar siempre a este filósofo: el mundo sensible no puede, no debe, erigirse en explicación del mundo espiritual.

Platón ha sido generosamente heredado. Solo una muestra: imposible no recordar el postulado de la inmortalidad kantiano. Un mundo que niega la felicidad a seres dignos de ella y se la otorga a los que no la merecen no puede ser la máxima expresión de lo que nos cabe esperar. Es lícito, obligado incluso, soñar con escenarios más justos. Kant, afirma Adorno, postuló la inmortalidad para huir de la “desesperación”, para abrirse “al ansia de salvar”. Y es que los defensores de la esperanza comprendieron siempre que no hay mejora en este mundo que alcance a hacer justicia a los muertos; las mejoras nunca las disfrutarán los que ya se fueron. Incontables seres humanos llegaron al final de sus días sin que hubiese sido tenida en cuenta su humilde solicitud de una vida digna; siempre fueron meros aspirantes a lo elemental, candidatos injustamente rechazados. De ahí que algunos grandes espíritus, ansiosos de reparar injusticias, hayan soñado con que nadie muera del todo para siempre. “La esperanza perdida de la resurrección —escribe Habermas— se siente a menudo como un gran vacío”. Es un anhelo profundamente humano. Eso sí: un anhelo de incierto cumplimiento. Laín Entralgo lo formuló así: “lo cierto es siempre lo penúltimo y lo último es siempre incierto”.

Y, obviamente, son las religiones —especialmente las monoteístas— las más reacias al relato de la hamaca vacía. Desde siempre ofrecieron su palabra de honor de que, tras la muerte, habrá nuevas acogidas, nuevos inicios, libres ya del signo de la actual precariedad. Eso sí: las religiones no informan de lo que saben, sino de lo que creen. De ahí que grandes creyentes como el cardenal Newmann suplicasen: “Que mis creencias soporten mis dudas”. En este sentido, el “más allá” no es científicamente verificable ni, por tanto, refutable. Las religiones consideran que algo puede ser significativo sin ser científico. Entre paréntesis: parece que, al principio, la nueva vida, la resurrección, solo se esperaba para los mártires, es decir, para los más afectados por el mal y el sufrimiento; pero lentamente se fue abriendo paso el convencimiento de que en mayor o menor medida todos terminamos compartiendo la condición de mártires: la muerte, que no es solo el final de la vida, sino su permanente amenaza, se encarga sobradamente de ello.

En mayor o menor medida todos terminamos compartiendo la condición de mártires

Para concluir: de especial trascendencia continúa siendo el anuncio cristiano de la resurrección de Jesús de Nazaret como anticipo de la resurrección universal. El teólogo Moltmann asegura que la resurrección de Jesús “ha hecho historia”. Es cierto: al menos iluminó muchos últimos instantes y suavizó innumerables despedidas. En algún sentido es el gran contrapeso de la hamaca vacía.

Manuel Fraijó es catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED. Acaba de publicar Avatares de la creencia en Dios (Trotta).

 

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