Interior bajo sospecha
Opacidad en un ministerio clave en medio de un recorte de libertades
El funcionamiento del Ministerio del Interior es uno de los temas más oscuros de este país. Se habla poco de ello durante la campaña electoral, y no será porque falten datos. El último es la presunta red de corrupción en el seno de la Policía Nacional, puesta de manifiesto por el levantamiento del secreto del sumario en una pieza separada del llamado caso Nicolay (el procedimiento contra El Pequeño Nicolás).
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Tan solo la intervención de la fiscalía ha evitado, por el momento, la investigación sobre cuatro comisarios por presuntos delitos de revelación de secretos, encubrimiento y, en el caso de José Manuel Villarejo, organización criminal. No es la primera vez que los responsables de Interior miran para otro lado. En este caso, el informe de la comisión judicial de la Policía Nacional señalaba al director adjunto operativo del cuerpo, Eugenio Pino, y a otros altos cargos por actuar en connivencia con Villarejo para “acabar con la instrucción del procedimiento”. Puede que el fiscal tenga razón cuando dice que las acusaciones desbordan el ámbito formal de la investigación en que estaban hechas. Sin embargo, Interior y la fiscalía no pueden quedarse quietos ante asuntos que afectan a la cúpula policial e incluso al secretario de Estado de Seguridad, Francisco Martínez, al que se incluye en decenas de llamadas realizadas entre policías y ciertos periodistas durante los momentos previos a la filtración de una grabación —ilegal y manipulada— que buscaba la nulidad del procedimiento contra El Pequeño Nicolás.
Lejos de acabar de raíz con lo que parece un servicio policial paralelo, nos encontramos con un ministerio convertido en una presunta fábrica de dosieres políticos. Entre ellos, los referidos a la familia Pujol, a Xavier Trias —exalcalde de Barcelona— o el llamado informe PISA (siglas de Pablo Iglesias Sociedad Anónima), documentos difundidos públicamente sin membrete ni responsable alguno con el fin de forzar una investigación oficial. Villarejo lleva muchos años compaginando la actividad policial con negocios particulares. Cuando EL PAÍS ha dado cuenta de ello, el ministro, Jorge Fernández Díaz, se ha limitado a resaltar sus servicios al Estado.
Estos hechos cuestionan al Ministerio del Interior, una institución básica en un Estado de derecho que en ningún caso puede ser motivo de sospecha. Se añade a esta polémica la controvertida ley de seguridad ciudadana (o ley mordaza), que atribuye a la autoridad gubernativa la potestad de castigar una serie de conductas cuya sanción correspondía antes a los jueces y que permite sancionar la negativa a identificarse o la celebración de manifestaciones sin comunicación previa ante las Cortes, Parlamentos autónomos o altos tribunales.
No había motivos que aconsejaran incrementar los instrumentos a disposición de las fuerzas de seguridad para afrontar los excesos, que han sido escasos. Al contrario, pese a la dureza de la crisis económica, España ha sido un país ejemplar en cuanto al orden público y la seguridad ciudadana. Prueba del escaso apoyo a esa ley, que desde el principio fue rechazada por los penalistas más importantes de este país, es la petición de derogación que las fuerzas políticas pactaron en la pasada legislatura. El ministro Jorge Fernández Díaz ha tenido una gran ventaja sobre cualquiera de sus antecesores: en esta etapa no ha necesitado gestionar la lucha contra ETA. Y las numerosas investigaciones para prevenir el terrorismo yihadista se han hecho con máximo consenso político y con el respaldo judicial. No era tan difícil llevar a cabo una buena gestión. Lamentablemente, se impuso la ideología y la voluntad de utilizar procedimientos oscuros contra enemigos políticos.
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