Lo fatal
Y al despertar, recordé a tiempo que la sangre es roja. Como los amaneceres. Como las revoluciones. Y que las mejores cosas de este mundo nunca son de un solo color
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, y más la piedra dura porque ésa ya no siente... El sábado por la noche, después del partido, los primeros versos de Lo fatal retumbaban en mi cabeza como un amigo muy querido que escoge el peor momento para hacer una visita. Dichoso el árbol, recordaba mi memoria por mí y contra mi voluntad, y más la piedra dura, que no tiene piel ni corazón, que no tiene ilusiones, ni sentimientos. Mi poema favorito de Rubén Darío me estorbó para conciliar el sueño más que los madridistas que cantaban en la calle, pero al final me dormí, porque no soy árbol, ni piedra dura. Y al despertar, recordé a tiempo que la sangre es roja. Como los amaneceres. Como las revoluciones. Y que las mejores cosas de este mundo nunca son de un solo color. Pensé que me estaba equivocando, que había activado sin querer un mecanismo de protección automática contra la derrota, una burda maquinaria de autoengaño, pero me levanté, me hice un café, disfruté del desayuno y comprobé que seguía estando de buen humor. Me vigilé discretamente desde entonces hasta que llegó el momento de escribir esta columna y me sorprendí combinando las viejas palabras de una manera nueva. Porque no soy un árbol ni una piedra, no existe fatalidad capaz de doblegarme. La historia de mi equipo, como la de la misma Humanidad, se divide en dos grandes periodos, a. C. y d. C. Antes del Cholo, el título de Rubén flotaba como una maldición irresoluble sobre cada fracaso. Pero después del Cholo, fatalidad resulta un término incomprensible, una palabra ajena, extravagante reminiscencia de un idioma que ya no sabemos hablar. La piel y el corazón están intactos. Mi memoria se equivocó de poema porque los árboles y las piedras no saben gritar ¡aúpa Atleti!
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