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Don de gentes
Columna
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Una legión de ofendidos

Sea como sea el humorista, zafio o exquisito, tiene derecho a salir al escenario a decir cuatro barbaridades

Elvira Lindo
El humorista José Mota, a principios de abril en Albacete. 
El humorista José Mota, a principios de abril en Albacete. EFE

Confieso que no soy muy aficionada a los chistes. Debe ser que no los sé contar y cuando lo intento se me olvida el desenlace, pero si soy la que los escucha también me ocurre que me impaciento rápido. Los chistes largos me irritan y para los cortos a veces me falta rapidez mental, no los pillo a la primera y me siento idiota. Tampoco me atraen mucho los chistosos, aunque reconozco la gracia de algunos monologuistas. En realidad, me gusta que el humor fluya en una conversación de manera natural, sin forzarlo, me atraen aquellos tertulianos que saben trufar con ironía las cosas graves de la vida, los que hacen juegos de palabras, admiro a los buenos imitadores y a esas personas que son cómicas sin pretenderlo, porque nacieron así y ni ellas mismas son conscientes de su gracia. Mis comedias favoritas son las que me hacen llorar y reír, por aquello de que en la esencia de la comedia hay tanto de humor como de melancolía. Dicho esto, y precisamente por no ser aficionada a los chistosos, la figura de ese ser cuyo trabajo consiste en hacer reír al público contando situaciones disparatadas me provoca una incomodidad mezclada con ternura, y no me extraña que Woody Allen dedicara su película Broadway Danny Rose al mundo de los showman de poca monta.

Veo cómo hace unos días aparecía en los medios una pareja, que como dúo cómico podría protagonizar un Broadway Danny Rose a la española, quejándose de que en España ya no se podían hacer chistes de mariquitas. No de maricas ni de maricones, no, de mariquitas, ese personaje específico que define a un tipo de gay medroso, cursi, retorcido, muy señorita antigua. Los que se quejaban de que en nuestro país la corrección política amenaza con borrar a los mariquitas del catálogo de los chistes, así como a los gangosos, eran Bertín y Arévalo. No el Bertín exitoso de las entrevistas, sino el que se ha paseado por España con su amigo Arévalo como cómicos de otro tiempo. La misma imagen de la pareja resultaba chocante y a la vez un clásico del humor circense: el hombretón listo, guapo, enfrentado al chiquitillo que cuenta con las armas del pícaro. Un actor amigo y servidora le estuvimos dando vueltas a la problemática que planteaba la pareja y nos pareció que su drama, el no poder contar chistes de mariquitas porque hay quien puede ofenderse, daría para un buen argumento de comedia. Pero, atentos, el conflicto no sería tanto consecuencia de la corrección política como de que los protagonistas de sus chistes ya se les han ido haciendo viejos o muriendo, aquellos mariquitas entrañables que dejaron de ser el hazmerreír al salir del armario con la cabeza bien alta; por otra parte, ay, también el público de aquellos chistes está pasando a mejor vida.

Para documentarme, busqué los chistes de mariquitas de Arévalo y, aunque confieso que no vi más que uno, todavía me pregunto cómo cosa tan cañí, tan atrapada en otra época, como en un viaje a ninguna parte del humorismo, pueda ofender a alguien. Es ridículo que alguien piense en levantarse airado de la silla. Pero hemos vivido una semana rica en ofensas: TVE ha tenido que disculparse por un chiste de José Mota, y la carta de la madre de un enfermo que denunciaba la presencia de un personaje bipolar en una comedia televisiva ha sido abundantemente leída y comentada. Habrá quien argumente que sólo el que hace humor de calidad está capacitado para defender la libertad de expresión; ya he escuchado en más de una ocasión este razonamiento tramposo. En mi opinión, sea como sea el humorista, zafio o exquisito, inteligente o simplón, tiene derecho a salir a un escenario a decir cuatro barbaridades.

Lo desesperante es que en este asunto una tiene la impresión de que ya está todo dicho. La capacidad de ofenderse del público ha ido creciendo de tal manera que a punto estamos de convertir a los pobres humoristas en los héroes de la libertad de expresión de este joven siglo. Pero cuando creemos que nada más se puede añadir, aparece John Cleese, uno de los viejos integrantes de Monty Python, y graba un pequeño discurso en la Red. Cleese, al que le ha sido negada la entrada a varios campus universitarios porque el rectorado consideraba que podía herir la sensibilidad de los estudiantes, dice: “A mí los periódicos ingleses me ofenden a diario, por su pereza y sus inexactitudes, pero no exijo que dejen de hacerlo. No suscribo la idea de que tienes que sentirte protegido de cualquier tipo de emoción incómoda. Cuando estás rodeado de gente hipersensible no te puedes relajar ni ser espontáneo porque no sabes qué es lo próximo que va a ofender o a parecer cruel. Pero la comedia se basa en la crítica y la burla y ningún ser humano debe estar excluido de ellas. Nadie”.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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