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África No es un paísÁfrica No es un país
Coordinado por Lola Huete Machado

El año en que África se reunió en torno a su cultura

Cartel promocional del primer Festival de las artes negras, Dakar 1966
Cartel promocional del primer Festival de las artes negras, Dakar 1966

Johari Gautier Carmona

El mes de abril de 1966 no puede pasar desapercibido en los manuales de historia africana y de cultura universal. La ciudad de Dakar, recién nombrada capital de Senegal, acogía el primer Festival Mundial de las Artes Negras, una cita que también fue considerada como el primer encuentro cultural panafricano de tamaño internacional.

Las recientes independencias de una gran parte de los países africanos, los movimientos cívicos en Estados Unidos en contra del segregacionismo institucional, y el hecho que el evento transcurriera al mismo tiempo que las fiestas religiosas de Aid-el-Kebir, contribuyeron notoriamente a la efervescencia de este episodio cultural sin precedentes.

Durante más de tres semanas, la capital senegalesa pudo presumir de ser uno de los mayores epicentros culturales del planeta. Bajo el patrocinio de la Unesco, y gracias a una escrupulosa organización del gobierno en funciones y la Sociedad Africana de Cultura (una red estructurada entorno a la prestigiosa revista Présence Africaine), centenares de eventos –exposiciones, espectáculos, muestras de baile, conferencias, conciertos, y fiestas callejeras– anunciaban una nueva etapa esperanzadora en la vida africana.

El presidente senegalés Leopoldo Senghor recibiendo invitados. Dakar 1966

Desde un principio, el presidente senegalés Léopold Sédar Senghor fue uno de los grandes protagonistas de la cita. Su objetivo era ambicioso: el festival debía articularse como la expresión de una sociedad nueva establecida sobre la base de las promesas nacidas con las independencias africanas. El proyecto tenía como fundamento la “Négritude”, una filosofía nacida entre los años 30 y 40 del siglo XX, que reivindicaba la influencia y autoridad de la cultura negra a nivel mundial. De hecho, Senghor no dudó un solo instante en su discurso inaugural en recalcar la gravedad filosófica del instante con un lema que quedaría marcado en las memorias: “Por la defensa y la ilustración de la Négritude”.

Dakar podía presumir de cara nueva. Resplandecía gracias a las grandes obras lanzadas, los barrios enteros saneados, complejos hoteleros y un nuevo museo construidos. Se quiso –y se logró– hacer de ella una vitrina de la modernidad que marcara el nuevo camino emprendido por las nuevas naciones africanas.

Los visitantes de toda África y de grandes potencias occidentales pudieron apreciar el esfuerzo y los recursos movilizados para esta empresa única. Tras un acuerdo firmado con la URSS, el crucero soviético “Rossia”, con capacidad para 750 personas, fue puesto a disposición de las autoridades locales como muestra de colaboración. Muchos países invitados compitieron en generosidad, pero fue sobre todo el desfile de delegaciones enteras plagadas de grandes personalidades lo que dio una dimensión universal al evento. El emperador de Etiopía Hailé Selassié, el escritor nigeriano Wole Soyinka, el músico afroamericano Duke Ellington, la bailarina Katherine Dunham, el coreógrafo afroamericano Alvin Ailey y el historiador francés André Malraux son algunas de las figuras que alimentaron la expectación causada por semejante evento.

Divulgada por muchos medios locales e internacionales, la manifestación tuvo un gran impacto sobre la creación y articulación de imaginarios políticos al norte y sur del Sahara, e incluso más allá, en Brasil, las Antillas o América del Norte. Sin embargo, el evento no fue exento de críticas y algunas tensiones surgidas con la coyuntura internacional quedaron eternizadas en los diarios de la época. Así pues, mientras el Washington Post resaltaba los aspectos positivos con titulares como “Senghor se expresa como poeta y presidente” (30 sept. 1966) o “El Festival de Artes Negras exhibe su orgullo” (30 sept. 1966), el New York Times recogía las grandes líneas de la guerra fría con el artículo “Dakar no quedó impresionada por el poeta soviético” (30 abril 1966).

El Festival se convirtió rápidamente en un escenario más de la rivalidad que mantenían los bloques capitalistas y comunistas. El testimonio del intelectual afroamericano Harold Weaver (entrevistado en 2013) es elocuente: la rama estadounidense de la Sociedad Africana de la Cultura (AMSAC) le propuso presenciar el festival en calidad de espectador junto con un centenar de artistas afroamericanos. El propósito era alentador, se pensaba diseñar las bases de una amistad de largo plazo, y, sin dudar un solo instante, Harold Weaver se trasladó a Dakar en un avión fletado por la organización, pero para su disgusto, un año más tarde descubría que la AMSAC era en realidad patrocinada por la CIA en el marco de una campaña dedicada a presentar en el exterior una América igualitaria, exenta de racismo.

De la misma forma, pocos años después del festival se supo que el documental presentado por Estados Unidos durante el evento y realizado por William Greaves fue encargado por la United States Information Agency (fundada en 1953 por Eisenhower), un organismo que resultó ser una pieza maestra del programa de Washington para promover sus intereses al extranjero, y persuadir a los recién estrenados países africanos que los EEUU de los años 60 no eran un país violentamente racista.

A este trasfondo geopolítico electrizante, se añadieron algunas críticas como la exagerada connivencia entre Senegal y Francia, aportando algunas incertidumbres sobre la finalidad panafricanista del festival; o incluso la definición escasa de los desafíos culturales de la Négritude. Pero quizás la mayor sombra a toda esta gran manifestación cultural fue la protesta protagonizada por los estudiantes senegaleses quienes se movilizaron semanas antes del inicio del festival para denunciar el golpe de Estado apoyado por intereses neocoloniales que terminó con el mandato del presidente ghanés Kwame Nkrumah, y sobre todo obligar Léopold Sédar Senghor a salir de su reserva y pronunciarse sobre este inquietante hecho.

Arte conceptual, Dakar 1966

Más allá del impacto de los titulares o de los intereses de los países convidados, el festival permitió reunir en tierras africanas a quienes hasta entonces, obligados por el peso de la historia y de las relaciones internacionales, habían mantenido contacto en tierras occidentales. Un símbolo de gran valor: África volvía a ser la tierra del encuentro para la diáspora africana. La tierra con la cual soñar. Además, el coloquio organizado en paralelo al festival, que congregó durante 8 días a una multitud de dramaturgos, cineastas, músicos, bailarines, arqueólogos, historiadores o etnólogos, permitió llegar a algunas conclusiones fundamentales como la importancia de mantener la autenticidad de las artes negras, sin regirlas dentro de un conservatismo estéril y de hacerlas vivir dentro de una sociedad moderna sin desvirtuarlas.

El poeta antillano Aimé Césaire aprovechó el coloquio para dirigir un mensaje vibrante y lleno de realismo a los dirigentes del continente negro: “A los jefes de Estados africanos que nos dicen: “Señores artistas africanos, trabajen para salvar el arte africano”, les respondemos: Hombres de África y antes de todo, políticos africanos, porque ustedes son los más responsables, hagan una buena política africana, hagan una buena África, hagan una África donde todavía haya razones para la esperanza, medios para realizarse, razones para estar orgulloso, reconstruyan una dignidad y una salud para África, y el Arte africano será salvado”.

Cincuenta años después, el optimismo nacido con las independencias africanas ha quedado en suspenso. Es cierto que África todavía busca el camino a la estabilidad, se esmera en hallar la fórmula de una prosperidad duradera, sin embargo, el arte de su inmensa diáspora brilla en las calles, en los medios audiovisuales, y las galerías de medio mundo. La universalidad del arte africano es incontestable y ese reconocimiento se observa también en el Museo de las culturas du Quay Branly (en París, Francia), que conmemoró ese primer gran encuentro cultural en tierras africanas con una exposición titulada “Dakar 66, Chroniques d´un festival panafricain” y, de paso, subyugó al autor de esta crónica.

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