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Tribuna
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La deriva autoritaria

Erdogan y Putin tienen tendencia a considerar cualquier crítica como una traición

Desde la represión brutal de las manifestaciones ciudadanas contra el disparatado proyecto inmobiliario del parque Geli —verdadero pulmón verde de Estambul— la deriva autoritaria de Erdogan se ha acentuado de forma alarmante. La divulgación por los medios informativos turcos de la corrupción de su entorno más próximo —incluida la grabación telefónica de su voz y la de uno de sus hijos— daba buena cuenta de la colusión existente entre el poder y los medios financieros escogidos a dedo. Los presuntos vínculos de la policía y la judicatura con el imán Fethullah Gülen, un predicador antiguo aliado suyo actualmente exiliado en Estados Unidos, provocaron una purga masiva de sus miembros, acusados de un complot —de un Estado en el interior del Estado— destinado a derrocarlo.

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Paralelamente a ello, la ofensiva de Erdogan contra la libertad de expresión iniciada en 2013 se ha extendido en el campo de la prensa y televisión críticas con su gestión bajo acusaciones tan contundentes como “ayuda a una organización terrorista armada”, léase el PKK (Partido de los Trabajadores Kurdos). Tras la detención de dos figuras clave del periódico laico Cumhuriyet, amenazados con una pena de cadena perpetua por haber publicado documentos relativos a la entrega de armas por los servicios secretos a los combatientes salafistas sirios, la policía irrumpió en los locales del diario Zaman, el de mayor tirada de Turquía, mientras disparaba con mangueras y gases lacrimógenos a centenares de personas reunidas ante su sede para protestar contra tal atropello. Turquía ostenta hoy el triste récord mundial de periodistas presos y casi dos millares de intelectuales, profesores y artistas son objeto de querella por “insultar al presidente”. Dicha persecución, que debería ser objeto de una condena rotunda por parte de los gobiernos democráticos, es casi inaudible a causa del papel imprescindible de Ankara en la gestión de la crisis migratoria que les afecta. Con un pragmatismo que no le honra, la Unión Europea ha cerrado los ojos a la vulneración de las libertades fundamentales por Erdogan a cambio de una mayor implicación turca en el control de los refugiados que orillan a diario, en condiciones dramáticas, en las islas griegas del Egeo, es decir, en el interior del espacio Schengen.

Entre tanto, la UE se fragmenta y cierra sus fronteras internas, incapaz de asumir el desafío que plantea la acogida de más de un millón de alma

Un paralelo entre el sultán Erdogan y el zar Putin, a la luz de su actual enfrentamiento a propósito de Siria, nos retrotrae a las guerras del siglo XIX entre Rusia y el Imperio Otomano. Ambos líderes tienen una serie de elementos comunes: un ego desmesurado, una tendencia a considerar cualquier crítica como una traición, el recurso a la fibra patriótica y a los valores identitarios supuestamente amenazados por un complot del enemigo, el afán de reescribir la historia conforme a sus ambiciones. Los cortafuegos a la autocracia existentes en los sistemas democráticos son vistos por ellos como una injerencia inadmisible en sus propios asuntos. Su estrategia en el tablero de Oriente Próximos es la de los ajedrecistas: el cinismo del que dan muestra en su sostén a El Asad o en su enfrentamiento con él al privilegiar sus diferentes objetivos —la recuperación de rango de gran potencia perdido tras el derrumbe de la URSS en el caso de Putin, la guerra obsesiva contra el nacionalismo kurdo en el de Erdogan—, a costa de la sangría cruel del pueblo sirio, atenta contra los valores humanos más elementales.

Entre tanto, la Unión Europea se fragmenta y cierra sus fronteras internas, incapaz de asumir el desafío que plantea la acogida de más de un millón de almas, y el ejemplo divisorio de la Hungría de Orbán se ha extendido no sólo a Polonia, Rumanía Eslovaquia y República Checa sino también hasta Austria, Bélgica y Dinamarca. El noble gesto humanitario de Angela Merkel se ha vuelto contra ella. La compasión y solidaridad son sustituidas por alambradas y reacciones xenófobas, y Putin se frota las manos ante la división del campo “enemigo” y Erdogan se saca sus cartas de la manga en virtud del poder que le confiere el control o descontrol de la ola de refugiados. Nadie podría prever hace un año tal escenario y no se vislumbra una salida del mismo a menos que Rusia y Turquía aparquen sus agendas políticas y aúnen sus fuerzas con Occidente para derrotar a la organización del Estado Islámico.

Juan Goytisolo es escritor.

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