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MIRADOR
Columna
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Majestad

Que una reina hable de mierda y utilice expresiones como 'compi yogui' no parece muy adecuado

Julio Llamazares

Si teníamos poco con Urdangarin y la infanta Cristina, sometidos a un juicio público que cada vez se parece más a un proceso a la institución monárquica, con el rey emérito y sus elefantes africanos y sus tropezones varios, con el tiro en el pie del infante Froilán y la interrupción temporal —que ya es definitiva, supongo— de la convivencia conyugal de sus padres y con todo lo que está sucediendo en este país desde hace algún tiempo, va la Reina y se pone a whatsappear con un peligroso amigo utilizando un vocabulario que no le pega a su condición, por más que ésta la haya adquirido por matrimonio. Que una reina hable de mierda y utilice expresiones como “compi yogui” no parece muy adecuado, ni siquiera para mí, que tengo por la Monarquía la misma consideración que por cualquier otra convención social, o sea, poca.

De todos modos, lo menos trascendental es el lenguaje que usa en privado Su Majestad, que al fin y al cabo hasta hace unos años era una chica de barrio y de clase media, si es que las presentadoras de los telediarios son gente de carne y hueso, que es algo que a veces dudo viéndolas decir noticias que ni ellas pueden creer. Lo trascendental del whatsapp de la reina Letizia es la camaradería que muestra con ese amigo peligroso, un empresario imputado por las famosas tarjetas black de Caja Madrid y yerno del dueño de un holding empresarial investigado por sus donaciones ilícitas al Partido Popular, por supuesto, nunca reconocidas como tales (para eso borraron el ordenador de Bárcenas), y la comprensión de su actuación en la línea del famoso mensaje de Rajoy a su antiguo tesorero diciéndole que se mantuviera fuerte ante las acusaciones de los periodistas y la oposición. Que ahora la Casa del Rey se desmarque diciendo que ese empresario ya no es amigo de los Reyes, lejos de limpiar la imagen de éstos, lo que hace es enturbiarla aún más.

Tal como están las cosas, uno les aconsejaría, al contrario, reconocer, como hizo su padre y suegro, su error y, eso sí, cuidar a partir de ahora el vocabulario, pues, si la gente se da cuenta de que los Reyes hablan como los demás, les perderán el respeto inmediatamente. Como todas las ficciones narrativas, la de la Monarquía se basa en la convicción del público de que lo que se le cuenta es cierto y de que los personajes que las protagonizan pertenecen a una realidad distinta de la del común mortal. Incluso aunque la protagonista lo fuera un tiempo, hasta que un príncipe la transformó de rana en princesa.

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