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Columna
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Moby Dick

Está visto que no basta un bicho grande y malo para crear un mito, hace falta un sentido épico del drama

Fernando Savater

Casi podéis llamarme Ismael. La gran novela de Herman Melville me apasiona desde la infancia y he seguido con devoción todos sus avatares cinematográficos, desde las dos versiones protagonizadas por John Barrymore con el título de The Sea Beast (en 1929 muda y en 1930 sonora), pasando por la clásica de John Huston en 1956, con Gregory Peck y guion de Ray Bradbury, que escribió una crónica divertida del rodaje (Sombras verdes, ballena blanca), hasta Moby Dick 2010, un delirio de la inefable productora Asylum que resulta gozosa de puro infumable. Pero En el corazón del mar, de Ron Howard, no es propiamente una versión de Moby Dick, sino de la historia verdadera del hundimiento del ballenero Essexpor un gran cachalote blanco que inspiró a Melville su obra maestra. La película está basada en el libro de igual título de Nathaniel Philbrick, que les recomiendo sin reservas. El guionista del filme se toma bastantes licencias, explicables cinematográficamente pero que desde luego no lo mejoran.

En el corazón del mar está estupendamente ambientada y realizada, hasta parecer a veces un documental sobre la pesca de cetáceos en los tiempos heroicos. Pero a mi juicio adolece de falta de emoción precisamente en los momentos claves en que surge el monstruo. Es curioso que la acartonada ballena de caucho del viejo Huston resulte más impresionante en la pantalla que la pluscuamperfecta del filme de Howard. Está visto que no basta un bicho grande y malo para crear un mito, hace falta un sentido épico del drama como el insuperable de Spielberg en Tiburón, que también es un homenaje a Moby Dick. Los actores están bien, salvo por abajo un Melville que parece el repórter Tribulete y arriba un Brendan Gleeson que es como la ballena: invencible.

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