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Tribuna
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El lenguaje del engaño

Los virajes políticos se cubren con falsas evidencias, con un juego de máscaras o con ambas cosas

Antonio Elorza

El discurso político, y en particular el electoral, ha de atenerse a las reglas de la producción ideológica. Ante todo, se presentará como una respuesta total y coherente a las demandas de los grupos sociales a quienes considera sus destinatarios. Contradicciones internas e inseguridades han de ser eliminadas, pues se trata ante todo de ganar adeptos, seguros del acierto una vez que han elegido la opción ofrecida. En un medio pluralista, el discurso político adquiere además una dimensión polémica frente a otras ofertas concurrentes, a las cuales es preciso anular, y también someter a un proceso de captación, similar a la lucha japonesa, donde los argumentos del otro puedan ser utilizados para reforzar los propios. Hay siempre una tentación maniquea que se adueña de los contenidos del mensaje político hasta convertirla en una guerra de palabras que acaban perdiendo todo sentido, salvo para descalificar al oponente. Solo falta que en el debate un moderador olvide la exigencia de neutralidad mostrada en el realizado por este periódico.

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Es algo bien conocido en nuestro país, sobre todo en la presentación de un pensamiento conservador, ceñido a la máxima de gobernar es resistir. En función de la cual, todas las alternativas son desestabilizadoras. Lo que es, es, y basta. Todo análisis, por no hablar de autocrítica, resulta borrado de antemano. El discurso político consiste en un permanente y pobre monólogo.

Claro que en la vertiente opuesta esa última orientación también se da, incluso mostrando una preocupante deriva reaccionaria. Aquí el mantra es el cambio: y un cambio radical. Este propósito sería congruente con la definición de una serie de objetivos que pudieran constituir el núcleo de una acción alternativa de gobierno. No contaría tanto la viabilidad de la propuesta como su coherencia interna, al responder a una demanda social, para el caso que nos ocupa, la indignación, el digamos no a los protagonistas del régimen vigente, Constitución y UE incluidas.

La sorpresa ha sido que en el último año y medio, bajo un liderazgo personal nada democrático, esa tendencia ha experimentado lo que erróneamente llaman moderación, siendo en realidad una permanente mutación de acuerdo con las exigencias del mercado político. No es transformismo, sino travestismo político según la fórmula de que cambiaré mis principios según las encuestas. Europa no es ya la opresora, sino un marco necesario; de salir del euro, nada; la Constitución deja de ser un candado para convertirse en la plataforma de la actual democracia; incluso este diario, que hace tres años impulsaba al parecer un “golpe de Estado”, la coalición PP-PSOE, es hoy el novamás, el intelectual orgánico de la Transición, por cierto también ensalzada. En vez de salir de la OTAN, busquemos un general que la consolide. Y adiós casta. La crítica se ve obligada a perseguir, como el cocodrilo de Peter Pan, a este capitán Garfio, pirata en constante movimiento.

No es transformismo, sino travestismo político la fórmula de cambiar principios según las encuestas

Los virajes se cubren unas veces con falsas evidencias. Otras, mediante un juego de máscaras. O con ambas cosas. La ruleta rusa anticonstitucional de un referéndum de autodeterminación ya en Cataluña se convierte en insoslayable exigencia democrática; asegurando como el mago con su bola adivinatoria que “Cataluña se quedará”. En julio, ante una eventual declaración de independencia, “la solución no dependerá del Gobierno, sino de los tribunales”. Ahora es lo contrario. Cuando tras recalcar su amor a España Pedro Sánchez le reprochó en el debate el apoyo en Navarra a la candidatura de Bildu, dispuesta a impulsar “la descomposición de España”, negó esto de plano. Mentira (La Vanguardia, 28-X).

Máscara: condena de los atentados de París, para de inmediato denunciar “la venganza” de Hollande, como si el Estado Islámico (ISIS, en sus siglas en inglés) no hubiese declarado ya la guerra. Lo importante es la descalificación de los demócratas. Silencios: no es chavista, pero ni palabra sobre la barbarie de Maduro, ni sobre el yihadismo… ni en el programa electoral sobre el dopaje: puede costar algún voto.

Cuenta capitalizar el descontento, exhibiendo un gesto solemne y agresivo, incluso de odio (Parlamento Europeo) y llenándose la boca de democracia. “Sin debate no hay democracia”, pero en la autocracia imperante en su partido no cabe la oposición. Anuncio de una forma de gobernar, no de izquierda, sino izquierdista (Lenin). Recordemos la advertencia de Cicerón sobre Catilina: “No faltan en este lugar quienes no ven los peligros inminentes, o viéndolos, hacen como si no los viesen”.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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