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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sentencia clara y dura

El Constitucional desautoriza el desacato del Parlament sin humillarle

Sede del Tribunal Constitucional.
Sede del Tribunal Constitucional.Mariscal (EFE)

El contenido de la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) a la declaración de insurgencia promovida en el Parlament de Catalunya por Junts pel Si y la CUP en la que establece su ilegalidad y radical nulidad era esperado. Y es que todo el mundo, incluidos los impulsores de la “desconexión” secesionista, era consciente de su inconstitucionalidad.

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Hasta tal punto que el patético recurso contra la suspensión de la resolución tramitado por el Parlament caía en el ridículo: no se atrevía a defender ante el TC la necesidad de desobedecerle, sino que intentaba disimular su desacato presentándolo como una mera “instrucción indicativa” en la que se manifestaba “más una aspiración o un deseo que una disposición vinculante”.

También eran esperables las cataplasmas que el secesionismo aplicaría a la herida de su nueva derrota jurídica. Que si la sentencia es sospechosamente rápida, como si la lentitud fuese deseable para la seguridad; que si su publicación coincide con el inicio de la campaña electoral, como si el secesionismo no estuviese siempre en aguerrida campaña, repleta de hitos presuntamente históricos, dificultando así la identificación de un momento de sosiego apto para cualquier sentencia; que si la decisión del TC constituye una nueva vitamina para el victimismo y un estímulo para la fábrica de independentistas...

Conviene poner el foco en este último pseudoargumento. Es pseudo porque el tempo político y el judicial no deben necesariamente coincidir. Y es un argumento artificioso porque lo que importa de las resoluciones judiciales es su calidad, amén de su eco social. Políticamente, su eco social engarza con un deseo creciente, una aspiración rampante y una voluntad exponencial de los catalanes de acabar con las astucias tacticistas que desprecian la legalidad y la seguridad jurídica. También los independentistas sensatos, que los hay aunque se expresen con sordina, propugnan no quebrar la legalidad: porque eso les desautoriza internacionalmente, y porque les degrada interna y moralmente.

Lo más granado y menos adivinado de este sentencia es su elegancia: algo esencial en un tribunal, que puede equivocarse como probablemente lo hizo en su resolución excesivamente reglamentista sobre el Estatut, pero que se reivindica y autolegitima no solo por su posición en la pirámide institucional, sino por la calidad de su producción jurídica.

Es destacable, así, que el TC ni siquiera se entretenga en discutir al Gobierno la petición de este de medidas ejecutivas y emisión de apercibimientos amenazantes a quienes incumplan la sentencia. Hace como hizo en el seudorreferendo del 9-N de 2014: evita reemplazar las responsabilidades políticas del Gobierno central.

Y al tiempo abre la mano a los separatistas en la línea de su anterior sentencia sobre la declaración de soberanía: reconociendo que la Constitución no es “intangible” ni “intocable”; que el derecho a decidir puede desarrollarse siempre que sea con arreglo a ella; que el único camino es instar su revisión. Si además equipara el principio de la unidad de la nación española con el del “reconocimiento del derecho de las nacionalidades y las regiones a su autonomía”, el resultado es un texto sólido, que no añade combustible humillante al fuego.

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