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Hay vida más allá del estilo pijo

La moda masculina está sustiyendo el polo de rayas por riesgo y creatividad. ¿Lo hará su clientela?

La colección de Gucci de este otoño, reacción al conservadurismo.
La colección de Gucci de este otoño, reacción al conservadurismo.Getty Images

En el futuro, cuando los historiadores de moda escriban sobre el estilo de nuestra época podrán recrearse en el otoño de 2015. Ese momento en el que se vivieron vientos de cambio como no habían soplado desde 1995, cuando una tropa de jóvenes diseñadores europeos (Helmut Lang, Martin Margiela, Raf Simons) lo pusieron todo patas arriba. Qué gran temporada fue aquella, dirán. Un desconocido Alessandro Michele rompió la baraja con su primera colección para Gucci: un desfile de prendas como sacadas del baúl de una abuela burguesa, cuyo sexo era tan indistinguible como el de los frágiles modelos que las llevaban. Esta propuesta subrayaba la revolución que Jonathan Anderson había iniciado en Loewe unos meses antes, más que ambigua, incluso marciana. Ambos, síntomas de nueva manera de entender la masculinidad, secundada por el orientalismo abstracto de Craig Green, la crudeza postsoviética de Gosha Rubchinskiy y otros tantos nuevos diseñadores. Qué interesante será leerlo. Suena bonito, incluso ahora.

Sin embargo, pocos hombres admitirán que esté habiendo ni haya habido ninguna revolución en su indumentaria desde que guardaron los vaqueros rotos y la camiseta de su grupo favorito para empezar a vestirse como adultos. Nada genera más desconfianza, después de todo, que lo que se contonea sobre una pasarela. El realismo de la ropa es proporcional a su sobriedad, lo sabemos, al menos, desde el siglo XVIII: un buen día, Inglaterra acabó con los puños bordados, nos enfundó en un traje negro, y así nos quedamos.

Gosha Rubchinskiy en chándal. Atención: es uno de los diseñadores del momento.
Gosha Rubchinskiy en chándal. Atención: es uno de los diseñadores del momento.

Entre las presuntas revoluciones sólo aptas para jóvenes estudiantes de diseño y la calma chicha (perdón, sutilezas) de nuestros armarios, no obstante, hay buenas noticias. No hace tanto, cualquier grupo de amigos en un bar parecía una congregación de falsos alumnos de Harvard, y una reunión de trabajo, un cónclave del club de fans de Don Draper. Hoy, sin embargo, es posible que la última vez que viera a un famoso con un polo de rugby se tratara del hijo problemático de un torero, que, con todos los respetos, en moda es como hablar de Siberia. Y ni siquiera es cuestión de lo que digan las pasarelas. Más bien de aquello que llaman zeitgeist, el espíritu de nuestro tiempo. Nuestro gusto se ha ampliado naturalmente. Estos días, algunos de los mismos amigos que toman cañas en el bar habrán cambiado la elegancia retro por camiseta blanca y unas sofisticadas Nike con suela futurista.

Hubo un momento, hace poco más de diez años, cuando vestirse como un natural de los Hamptons fue oficialmente lo más. Lo corrobora Óscar Gala, que abrió su tienda madrileña, Mini, en 2003. “Entonces, percibimos que lo más moderno era volver a lo clásico. Marcas tradicionales inglesas se habían convertido en firmas de culto, como Fred Perry o Pringle of Scotland. Luego, Ralph Lauren, su evolución estadounidense”. No estaba solo. Entre las estrellas del hip hop se puso de moda apropiarse de la indumentaria de la clase privilegiada. Nelly se ponía jerséis de críquet enormes; André 3000, la mitad de OutKast, se disfrazaba de lo que llamaba “caballero imperfecto” (golfista psicodélico o capitán de barco de los años treinta) y Kanye West pasó todo 2005 posando ante quien lo quisiera fotografiar enfundado en polos, camisas de rayas y demás señas de identidad del típico estudiante blanco de colegio privado. No es nueva la relación del rap con las marcas de sport acomodado, pero en el caso que nos ocupa, el gusto por lo pulcro, limpio y tradicional fue la reacción generalizada a unos años noventa obsesionados con el grunge, el gueto, el punk y la moda conceptual. Banalizado lo alternativo, una chaqueta de tweed, una pajarita a lo Scott Fitzgerald o unos náuticos resultaban más provocadores que una docena de imperdibles.

Lo clásico es clásico precisamente porque permanece. La idea es que sus chaquetas de espiga formen parte de una idea más libre de lo que nos ponemos, en vez de pertenecer al pensamiento único de lo que se supone que tenemos que hacer

Hundir el yate — La aspiración y la nostalgia, tan inteligibles y tan favorecedoras, siempre han sido buenas herramientas de venta. Sobre ellas se ha levantado el gigante que es hoy el negocio de la moda masculina. En los últimos diez años hemos visto consolidar su imperio a Ralph Lauren (que anticipó el éxito de lo tradicional ya en los setenta), resurgir a Gant y Tommy Hilfiger y emerger a nuevas estrellas como Thom Browne, que reinterpretó la herencia de las anteriores en sus inconfundibles colecciones de proporciones abreviadas.

Jonathan Anderson es escéptico sobre la capacidad seductora del glamour retro en 2015: “En algún momento puede ser una referencia, pero tengo que sentirme muy nostálgico. Me parece que en los últimos 15 años hemos vivido muchísimos cumpleaños de firmas y que muchas nos han mentido sobre el año en el que nacieron”, me decía hace pocos meses en la presentación de su colección para Loewe de esta temporada en París (donde no todo era una locura: ponchos de borrego y bolsitos convivían con piezas de certero sentido comercial). Incluso la juventud urbana e informada que primero abrazó la vuelta a lo clásico –digámoslo ya, hipsters– ha abrazado estéticas con connotaciones menos simplistas que el mero estatus. Y menos negativas. Lo apuntaba el crítico británico Alex Fury, hace poco, en The New York Times. Si la ropa, como él decía, “es un objeto politizado, como llevar un cartel en la espalda”, portar un letrero con un muestrario de normas de elegancia excluyente y aspiraciones prestadas lanza un mensaje corto de miras, incluso retrógrado. El normcore, eso de vestir con ropa, ejem, normal, al menos no discrimina: sus ídolos incluyen hombres brillantes como Steve Jobs e inofensivos turistas norteamericanos con calcetines y sandalias.

Un polo de rugby sobre una camisa de rayas, en 2005, era lo más. Y un oso de peluche. Que se lo digan a Kanye West.
Un polo de rugby sobre una camisa de rayas, en 2005, era lo más. Y un oso de peluche. Que se lo digan a Kanye West.

Hacia la victoria, con Internet — Todo esto no significa que mañana tengamos que tirar la chaqueta de espiga y cambiarla por un saco imposible firmado por un oscuro diseñador eslavo. Pioneros del mejor estilo clásico como Lauren, Hilfiger o incluso Browne, seguirán teniendo un negocio boyante. Lo clásico es clásico precisamente porque permanece. La idea es que sus chaquetas de espiga formen parte de una idea más libre de lo que nos ponemos, en vez de pertenecer al pensamiento único de lo que se supone que tenemos que hacer. Aquí entran el auge de lo deportivo o del unisex y las reencarnaciones de Gucci y Loewe. “Los hombres se están quitando la mordaza y reivindican lo que hasta hace poco les decían que no les correspondía”, afirma Eugenia de la Torriente, autora del libro La elegancia masculina (Debate). “Hay un claro factor cíclico en todo esto, pero también coincide con el momento social y la vigencia de los debates sobre el género. La rebeldía juvenil hoy se canaliza por su reivindicación de la indefinición sexual. Y no son cuatro diseñadores, sino toda una generación con más cultura de moda y el poder que da Internet. Lo que antes eran cuatro individuos aislados hoy es una comunidad”.

Los hombres se están quitando la mordaza y reivindican lo que hasta hace poco les decían que no les correspondía”, afirma Eugenia de la Torriente, autora del libro 'La elegancia masculina"

Óscar Gala, que recientemente ha reformado su tienda para alojar las nuevas tendencias que ya la poblaban, coincide. “La moda es el último descubrimiento de los hombres, cuando hace diez años estaba prácticamente vetada. Estamos en un momento tan excitante como 1995, con el añadido de que ahora, con Internet, tenemos la comunicación en el bolsillo”. Desde hace un tiempo, los jerséis a la inglesa han sido sustituidos en sus estanterías por nombres como Gosha Rubchinskiy, el diseñador, fotógrafo y realizador que retrata la estética callejera en la cotidianeidad de su Rusia natal. “Es el precursor del actual auge de la moda de skate”, cuenta Gala, que al principio se sintió atraído por el crudo realismo de sus primeros libros, “con fotografías de chavales patinando, esnifando pegamento o en la puerta de una discoteca rumana”. La ropa de Rubchinskiy, sin embargo, no es tan retadora como la de Alessandro Michele, por ejemplo; son sudaderas, chándales y abrigos tratados con ironía, de encaje relativamente fácil en cualquier cajón.

¿Conclusión? “Las firmas tradicionales fueron modernas en su momento”, reflexiona Anderson, esbozando una de las posibles respuestas: el reto de buscar los futuros clásicos en la novedad, tanto para los historiadores de moda como para nuestro uso. En realidad, irónicamente, es Kanye West, el hombre que rapeaba vestido de colegial, quien mejor resume hasta qué punto el cliente ideal ha asimilado dos décadas de evolución de la moda masculina. El pasado febrero, cuando presentó la colección que ha diseñado para Adidas en la semana de la moda de Nueva York (ni un polo a la vista) se lo hizo ver al periodista de Style.com con su típico tacto: “Ya sabéis cuáles son mis jodidas referencias. Tengo cuatro y están bien a la vista: Margiela, Helmut Lang, Raf Simons, Katharine Hamnett. ¡Está todo ahí!”.

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