Diada electoral
La alta participación no oculta el pecado de su apropiación por el independentismo
Se daba por descontado que la celebración de la Diada iba a representar un nuevo éxito para sus organizadores y así ha sido. Gracias a un perfecto dominio de lo que es el espectáculo audiovisual y las técnicas de la escenografía de masas, la sensación de gran movilización popular a favor de la independencia de Cataluña pretende compensar el cambio de naturaleza de la Diada. Frente a la fiesta nacional y popular de las precedentes, en las que los propios organizadores insistían en ir más allá de la coloración independentista, la de ayer se limitó básicamente a las candidaturas de Junts pel Sí y la CUP, las que concurren a las inminentes elecciones del 27-S con el objetivo de la independencia.
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No hay duda de que ambas cuentan con el respaldo de mucha gente, como se vio en la Meridiana de Barcelona, y desde luego se merecen el respeto que debe tenerse hacia quien se manifiesta legal y pacíficamente. Pero tampoco hay duda del pecado político que implica poner la fiesta nacional de toda Cataluña al servicio electoral exclusivo de una parte de ella.
La perfecta y medida conducción de la precampaña y de la campaña secesionista contrasta con la sensación de desorganización y falta de entendimiento entre los sectores políticos que no son partidarios de la secesión, pese a que, muy probablemente, representan a la mayoría de los catalanes. Una minoría numerosa, pero minoría al fin, está consiguiendo apropiarse indebidamente de todos los resortes de influencia en Cataluña, empezando por los medios de comunicación públicos, escandalosamente volcados en el apoyo a las opciones secesionistas. Mueve a la sonrisa la cataplasma que se ha inventado la Junta Electoral Central para que esos medios compensen el vuelco con el separatismo (va a consistir en unas entrevistas en fin de semana, de las que no puede esperarse ninguna influencia compensatoria) y el ardid de Artur Mas para fijar la fecha electoral justo al final de la campaña iniciada con la Diada.
Pero hay que tener muy en cuenta la amplia difusión de los sentimientos independentistas y de aquellos que, sin serlo, desean cambiar el statu quo. El Gobierno de Rajoy se ha dado cuenta muy tarde de las dimensiones del problema, y el indicio de que esta cuestión se discute en el propio PP —más de lo que admiten en público— es la posición del ministro de Exteriores, José Manuel García-Margallo, favorable a un cambio del sistema impositivo y a una reforma constitucional, que muchos de sus correligionarios rechazan con aspavientos.
La prolongación del inmovilismo es una falsa salida. Hay que abrir paso al diálogo interrumpido; a la reforma de la Constitución y al federalismo, para las que ya existen propuestas socialistas, y a interpretaciones de la legalidad más flexibles e incluyentes que las aplicadas en los últimos años. Todo eso ha de ser acunado por una mayor cercanía del conjunto de la sociedad catalana hacia la del resto de España y viceversa, sin la cual los líderes más osados continuarán creyéndose autorizados a mantenerse en la cerrazón, para mal de los catalanes y de todos los españoles.
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