El camino de las renuncias
Es difícil predecir qué va a ocurrir con las nuevas plataformas políticas. Pero conviene recordar que los desistimientos de las izquierdas contemporáneas no tienen por qué contemplarse como una suma de fracasos
La historia contemporánea de las izquierdas europeas está llena de renuncias, especialmente visibles en las de raíz marxista. La socialdemocracia, el tronco principal del obrerismo en la mayor parte del continente, combinó durante décadas su fe en las profecías de Karl Marx, que auguraban la inevitable llegada de la revolución proletaria, con prácticas templadas que asumían la participación en el juego parlamentario y se plasmaban en reformas graduales para mejorar poco a poco la vida de los trabajadores. Los debates en el seno de la II Internacional, que enfrentaron a ortodoxos y revisionistas, no lograron resolver esa contradicción. Sin embargo, los partidos socialdemócratas occidentales sostuvieron las frágiles democracias de entreguerras y se convirtieron, tras la II Guerra Mundial, en organizaciones de amplio alcance, interesadas tanto en las clases medias como en las populares. Baluartes contra el bloque soviético, aceptaron con todas sus consecuencias la democracia liberal y la economía de mercado, lo cual implicaba renunciar al marxismo, como hizo el SPD alemán en 1959.
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Por su parte, el mundo comunista, inspirado en la revolución bolchevique de 1917 y dependiente de Moscú, casi siempre irreconciliable con el socialismo democrático, se desenvolvió dentro de parámetros autoritarios y totalitarios hasta que surgieron en su seno tendencias heterodoxas. Ya en los años setenta, el llamado eurocomunismo, que hablaba de justicia e igualdad, pero también de elecciones libres y pluripartidistas, certificó su acomodo a la democracia y terminó por aproximarse a las posturas socialdemócratas. Al mismo tiempo se desarrollaba una nueva izquierda, más radical, que se miraba en el purismo revolucionario y antiestalinista que había reivindicado León Trotski, en las utopías campesinas de la China de Mao o en las guerrillas tercermundistas del Che Guevara. En torno a las revueltas estudiantiles de mayo de 1968 nacieron también nuevos movimientos sociales, feministas, ecologistas y pacifistas, mucho más flexibles y capaces de dejar una huella profunda en la agenda pública de Occidente.
En España, la dictadura de Franco condenó a las izquierdas a la clandestinidad. En la lucha antifranquista se desmochó el viejo tronco del anarcosindicalismo, que ya no recuperaría su fortaleza; se estrecharon los vínculos entre izquierdistas y nacionalismos subestatales y se curtieron grupos armados. Pero la primacía correspondió al Partido Comunista, comprometido desde los años cincuenta con una reconciliación nacional que cerrara las heridas de la Guerra Civil. Esa postura dio un relieve extraordinario a su papel durante la transición a la democracia, cuando los comunistas aceptaron no sólo un régimen constitucional sino también la Monarquía y sus símbolos nacionales. Es decir, cuando renunciaron a las formas republicanas para abrir paso a la substancia democrática.
Es posible que los conflictos entre gentes tan variopintas proporcionen un experimento efímero
Por su parte, el Partido Socialista, que había tenido un papel secundario en el antifranquismo, se revitalizó gracias a jóvenes dirigentes dispuestos a comprometerse con la democratización y a desprenderse de rémoras doctrinarias. Aquel “hay que ser socialistas antes que marxistas”, de Felipe González en 1979, marcó la experiencia de una generación.
Transformado en hegemónico, el socialismo español atrajo a numerosos militantes comunistas y de la izquierda radical, muy activa en los medios universitarios desde los últimos años de Franco —a la manera sesentayochista francesa—, pero con escaso impacto electoral después. Los restos del naufragio se agruparon a partir de 1986 en Izquierda Unida, fundada al calor de la campaña contra la permanencia de España en la OTAN. Cuando las derechas acabaron de modernizarse con la expansión del Partido Popular, ya en los años noventa, aparecieron también entre sus cuadros antiguos izquierdistas, algo frecuente en otros contextos nacionales como el neoconservador norteamericano, que arrumbaron sus ideas, pero no sus hábitos intransigentes. Sin embargo, el ecologismo, que en Alemania alumbró una potente fuerza gubernamental, apenas despegó entre nosotros.
Hoy, cuando la crisis que sufrimos ha puesto en solfa las bases del sistema político levantado hace casi 40 años, aparecen con energía insólita movimientos y partidos de izquierdas de nuevo cuño, que ya son decisivos en la formación de los gobiernos locales y que, con toda probabilidad, tendrán un peso considerable en las próximas Cortes. En estas formaciones confluyen muy diversas tendencias: veteranos antifranquistas, ecologistas que al fin levantan cabeza, catalanistas más o menos partidarios de la independencia, y gentes movilizadas contra la política económica de la Unión Europea y del Gobierno español, que han hecho visibles problemas tan graves como los desahucios masivos o el deterioro de los servicios públicos. Y en la base de la ola, un partido controlado por unos cuantos aprendices de Lenin —“buenos bolcheviques”, los llama José Ignacio Torreblanca— y seguidores de teóricos marxistas como Antonio Gramsci o Toni Negri, pasados por el filtro del populismo nacionalista bolivariano; un partido en el que asoman además viejas y nuevas caras del trotskismo, apóstoles de la revolución mundial permanente. Entre las concejalas recién elegidas hay mujeres que hace poco se enfrentaban a la policía para evitar desalojos; pero también para defender el asalto irreverente a una capilla católica, que no parece un ejercicio impecable de tolerancia democrática.
No hay democracia sin separación de poderes, sin libertades garantizadas por leyes y sin prensa libre
Es difícil predecir qué va a ocurrir con estas plataformas, más allá de la inmediata pérdida de poder por parte de los conservadores y de la urgente adopción de algunas medidas que mitiguen injusticias y corrupciones. Es posible que los conflictos entre gentes tan variopintas, obligadas a entenderse con la socialdemocracia, desemboquen en un experimento efímero. O tal vez no. Pero, de cara al futuro, cabría recordar que el camino de las izquierdas contemporáneas, empedrado de renuncias, no tiene por qué contemplarse como una vergonzosa suma de fracasos. Porque fueron esas renuncias las que permitieron aunar en algunos países europeos prosperidad e igualdad de oportunidades, propiedad privada y bienes públicos, respeto a los derechos individuales y protección social, elecciones limpias y educación y sanidad universales. Y las que contribuyeron de forma crucial a que España consolidara de una vez un sistema democrático, imperfecto, pero no abominable, que la sacó del aislamiento internacional.
Costó mucho aprender que no hay democracia sin separación de poderes y sin prensa libre, sin libertades garantizadas por leyes que deben respetarse —aunque parezcan injustas— hasta que puedan aprobarse otras. El abrazo a estos ideales, renunciando a la violencia revolucionaria y a la admiración por tiranos de cualquier signo, y también a proyectos inviables y contraproducentes, forma parte del mejor legado del siglo XX.
Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.
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