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Tribuna
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Beckett en la tormenta

El creador irlandés tuvo una revelación que le condujo a escribir “sobre las cosas que verdaderamente le afectaban”. La versión más ortodoxa ubica esa “epifanía” en el muelle de Dun Laoghaire, en plena tempestad

Enrique Vila-Matas
EDUARDO ESTRADA

¿Marcel Proust? Durante largo tiempo se acostó temprano. ¿Samuel Beckett? En una noche de tormenta, al final del muelle de Dun Laoghaire, pasó por una experiencia epifánica que cambió la dirección de toda su escritura… Parece que hayamos entrado en un diccionario de tópicos literarios, pero no vamos a continuar, porque nos detenemos en ese lugar común sobre Beckett. Cuando me contaron por primera vez el lluvioso episodio de la “revelación” en el muelle, creí haber captado la intensidad de aquel momento, pero con el tiempo he oído y leído diferentes versiones. Porque si bien todo indica que la “epifanía” tuvo lugar, nunca estuvo claro, en caso de existir, qué clase de mensaje exactamente fue el que tanto caló en Beckett al final de aquel muelle en el que, por cierto, las autoridades irlandesas han terminado incluso por poner una placa que recuerda el espiritual acontecimiento.

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Pero ¿qué pasó allí de verdad? La versión más ortodoxa, es decir, la inscrita en la placa, dice que, después de la II Guerra Mundial, en Dun Laoghaire, en plena tempestad, Beckett descubrió que encontrar su voz propia pasaba por algo tan simple, pero también tan esencial, como —al llegar a este punto, es curioso pero siempre hay algo que me impide completar la historia— “escribir las cosas que uno siente…”.

Si las cosas fueran así, qué fácil sería todo, suelo pensar cuando, boicoteado por interferencias de todo tipo, oigo a medias o quiero creer que oigo a medias la historia de la epifanía del muelle. Y es que si fuera todo tan sencillo —vas y te adentras en una escollera irlandesa y al rato, bajo la lluvia, encuentras la manera de escribir las cosas que sientes…— ya ni harían falta duros esfuerzos personales ni escuelas de letras; bastaría con verter sobre el papel las cosas que sentimos, es decir, en cierta forma bastaría con seguir aquel consejo tan interesante como burdo del romántico alemán Ludwig Börne: “Durante tres días consecutivos fuérzate a escribir todo lo que se te pase por la cabeza sin artificios y sin hipocresía; escribe lo que pienses de ti mismo, de tus mujeres, de Goethe, de la Guerra Turca, del Juicio Final, o tus superiores, y te quedarás estupefacto al ver cuántos pensamientos nuevos han salido fuera: en eso consiste el arte de convertirse en un escritor genuino en tres días”.

Encontró el espacio donde mejor podía convertir su mundo en una síntesis de contrasentidos de la razón

Al enfocar el tema de la noche epifánica en su biografía de Beckett, Anthony Cronin cuenta que hay una confusión entre lo que, a través de la obra teatral La última cinta (Krapp's Last Tape), narró Beckett acerca de su experiencia de aquella noche y lo que ocurrió de verdad. Según la crónica quebrada y fragmentada de los hechos que puede escucharse en La última cinta, todo sucedió bajo una intensa lluvia en ese espolón irlandés, “entre la espuma de las olas que brillaba a la luz del faro y el anemómetro que daba vueltas como una hélice”. Pero las interrupciones en la cinta impiden oír la totalidad de la historia que, por otra parte, tal como señaló el médico dublinés Eoin O´Brien, es una pura y absoluta invención. Porque Beckett tuvo un momento epifánico, sí. Pero este, según O´Brien, tuvo lugar en realidad en el pequeño muelle —nada que ver con Dun Laoghaire— que hay cerca de la casa del hermano de Beckett, concretamente en el puerto de Killiney.

Hasta el momento epifánico, cuenta Cronin, se había esforzado Beckett por hacer lo que se da por supuesto que hace un novelista, esto es, describir un mundo que sea un simulacro realista del mundo que le rodea. Dicho de otro modo, había intentado ser creativo en el sentido más convencional del término. Pero en Killiney todo confluyó para que comprendiera que debía ir por un camino distinto y “volcarse en lo oscuro, escribir sobre el mundo interior, con todas sus tinieblas, ignorancia, e incertidumbre”. A consecuencia de esto, comprendió “que Joyce había avanzado todo lo posible en la dirección del mayor conocimiento, en el control del propio material. Siempre estaba sumándole cosas; no hay más que ver sus galeradas para comprobarlo. Comprendí que mi camino estaba en el empobrecimiento, en la falta de conocimiento y en la eliminación, en restar más que en sumar”.

Y también entendió que para esta clase de operación de restar se imponía la utilización del monólogo en primera persona, pues cualquier otro modo verbal implicaría la omnipotencia de la que huía. Podemos, si queremos pensarlo así, suponer que ceñirse a un monólogo interior fue el consejo que le dio la voz en el muelle del puerto de Killiney. Pero también podemos pensar que no hubo voz, que no pasaron las cosas como en esa película en la que Charlton Heston encarna a Moisés y que solo hubo un pensamiento que no está registrado en ningún lugar y que se perdió en el tiempo.

Cuando leí la biografía de Knowlson sobre Beckett, me sorprendió ver que allí había una nueva vuelta de tuerca en el relato de la epifanía y el giro radical; me sorprendió descubrir que Beckett insistió a su futuro y seguramente definitivo biógrafo para que deshiciera el malentendido creado por las palabras de Krapp en La última cinta y explicara que todo aquello no pasó en Dun Laoghaire, y menos en Killiney, sino “en la habitación de su madre en Foxrock”, porque allí había sido donde en realidad había experimentado la “revelación” y había podido por fin comenzar a escribir “sobre las cosas que verdaderamente le afectaban”.

En realidad fue en la casa de la madre vieja y enferma donde más cerca podía estar de la verdad

Pensé que todo quedaba más claro con este cambio de escenario: desaparecía la iconografía romántica (tormenta, muelle, fuerzas naturales, tempestades interiores) y también el muelle de Killiney y llegábamos a un lugar más íntimamente suyo, la casa de la madre vieja y enferma, el espacio donde más cerca podía estar de la verdad y donde mejor podía convertir su mundo en una síntesis de los contrasentidos de la razón.

Así pues, la gran tormenta se perdió en el tiempo, pero pudo haber tenido lugar en 1946 en la casa de Foxrock, puede que fuera una tempestad interior y, al igual que al final de Molloy, no fuera en la medianoche ni lloviera. Y no debió de existir señal exterior que le hiciera hallar un camino en la escritura. ¿Pudo llegarle la revelación a través de su madre? Quién sabe, también pudo ser a través de un policía: “Usted se llama Molloy, dijo el comisario. Sí, dije, acabo de acordarme. ¿Y su mamá?, dijo el comisario. Yo no comprendía. ¿También se llama Molloy?, dijo el comisario. ¿Se llama Molloy?, dije yo. Sí, dijo el comisario. Yo reflexioné. Usted se llama Molloy, dijo el comisario. Sí, dije yo. ¿Y su mamá?, dijo el comisario, ¿también se llama Molloy? Yo reflexioné”.

Le viniera de donde le viniera, la revelación pudo llegarle desde la ribera de lo peor impeorable. Entonces, parodiando su estilo, deberíamos preguntarnos “qué revelación para qué cuando”. No estaba muy equivocado al decirse que había que restar y volcarse en lo oscuro, en la más negra niebla de las tinieblas.

Enrique Vila-Matas es escritor.

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